Siempre me ha parecido que el 31 de diciembre está cargado de emociones y de valores simbólicos, que no es un día más en el calendario: la gente planifica durante semanas las reuniones con amigos y familiares, los viajes, el menú de la cena y hasta con qué cadena de televisión se tomará las uvas para dar la bienvenida al año nuevo, como si fueran muy diferentes los escotes de la Pedroche o de la Igartiburu, canalillos escarchados bajo el relente madrileño. La felicidad, la alegría, servidas en copas de cava (antes decíamos de champán y nos sentíamos más cosmopolitas, cabe incluso decir que tal vez lo fuéramos visto el catetismo autonómico y frentista de los últimos años de nuestra más que manoseada democracia), familias enteras dedicadas al descorche al unísono, dan paso a los brindis, a las canciones del pasado y a unas sobremesas en las que se abusa eufóricamente de los licores, los cantos roncos y los mazapanes de Soto, hasta que se agota la madrugada y uno se acuesta hecho unos zorros y sin ánimo de más alterne.
Al día siguiente, incluso si no se sufren taladradoras en las sienes, levantarse es un ejercicio arduo porque se sabe, se conoce a la perfección que la fiesta no ha terminado, no, sino que se va a prolongar unas cuantas horas más. En vez de una vida nueva, renovada, llena de resoluciones heroicas (dejar de fumar, perder peso, hacer más el amor…) que no sobrevivirán al aperitivo, en vez del descubrimiento de una fuerza cósmica que te puede llevar a sondear los principios de la mecánica cuántica y volverte del revés como siempre se ha deseado secretamente, se aterriza en un panorama desde el puente ya archiconocido: beatíficamente los melómanos y los melopeos se arremolinan ante el compás del tres por cuatro de los valses de Viena y se dejan arrullar por el frufrú de los tutús en su suave deslizar por las tarimas de la vieja Europa; poco importa que el resto del año los ritmos cambien, en esta mañana del uno de enero la tradición manda que se den palmas, unas palmas chabacanas pero compartidas, en la marcha Radetzky y que seamos ciudadanos del primer mundo entregados al esplendor de las cortes decimonónicas como si aún no hubieran nacido los Beatles ni muerto Amy Winehouse. Y todavía era peor en mi infancia, cuando apenas conocíamos la nieve de primera mano y, sin embargo, nos daban desde la única cadena de televisión una clase magistral de los saltos de esquí en los cuatro trampolines de Innsbruck, como si tuviéramos algo que ver nosotros con aquellos nórdicos de nombres impronunciables que se deslizaban como torpedos hacia la gloria deportiva. Tediosas mañanas del uno de enero, pasando del vals a la nieve por los cerros de Centroeuropa, antes de regresar a la mesa familiar, siempre demasiado pronto, con la cena del día anterior casi sin digerir, y a sus viandas tradicionales y sorprendentemente españolas: menestra a la navarra, bacalao a la baturra y crema catalana, más los consabidos polvorones de Estepa. Tiempos aquellos en que no había códigos de barras, ni denominaciones de origen, y en los que a veces con tener qué comer ya era suficiente para sentirse feliz y contento, como unas pascuas.
El resto del día, festivo para más señas (si fuera feriado, la gente no podría trasnochar hasta el hastío), se convierte en una guerra contra el aburrimiento del tiempo detenido: incluso antes de los confinamientos perimetrales y los toques de queda actuales, las tardes del día uno de enero siempre han sido un problema para aventureros que no se conforman con volver a ver la enésima proyección de “Pretty woman” en la pequeña pantalla, ni con la repetición de los mejores momentos de la noche con la que nos obsequian desganadamente la mayoría de cadenas de televisión. Bares, cines, teatros, siempre han sido la apuesta perfecta para no tener la sensación de haber desperdiciado el primer día del año; solo faltaba la pandemia de Covid19 para rematar al primogénito del 2021, pues ni los bares están a pleno rendimiento por razones obvias, ni la cultura es completamente segura aunque nos mientan sin convencimiento. En fin, qué forma de empezar década tan rutinaria y falta de sal, tan boba.
La triste realidad es que, si generalmente podemos recordar cómo terminamos el año, casi nunca nos compensa invertir ninguna de nuestras neuronas en recordar cómo lo empezamos, pues los hombres y las mujeres somos animales de costumbres y no aprendemos ni con setenta mil fallecidos de más a nuestras espaldas: tiramos sin rubor alguno el muerto al hoyo y nos dejamos llevar por oleadas de hábitos y tendencias que apenas hemos reflexionado, y que muchas veces ni siquiera nos hacen felices. Bienvenido pues, un año más, al futuro, consumidores del mundo. Qué lamentable, qué inútil, que sea de nuevo tan parecido en lo esencial a la mezquina panorámica de siempre.
Jesús Jiménez Reinaldo