Categoría: Desde mis letras

Creceré

Seccíon de Ana Centellas

Toda una vida de orquídeas

Una orquídea solitaria en el jardín de mi vida. Es el sentimiento más recurrente que ocupa mi escasa capacidad de raciocinio a estas alturas de la batalla. No sé por qué, pero en los últimos tiempos solo puedo pensar en orquídeas. Bellas flores que en aquellos maravillosos tiempos me regalaba de forma constante mi querido Manolo. ¿O era Juan? Cada vez me cuesta más trabajo recordar su nombre. Su rostro, en cambio, lo llevo grabado a fuego en mi subconsciente, como una vulgar litografía que se resiste a desaparecer. Manolo, Juan, a estas alturas, ¿qué más da? Recuerdo su rostro y sus orquídeas. Toda una vida de orquídeas frescas en el gran jarrón que permanecía inamovible sobre la mesa central del salón. ¿O era en el cuarto de estar? ¿Es posible que adornasen la cocina? En cualquier caso, eran orquídeas, de eso estoy segura. Recuerdo a la perfección su dulce aroma a frescor que inundaba nuestra casa. Siempre, no importaba el día que fuese, era la señal característica de nuestro hogar. Jamás llegué a saber cómo se las ingeniaba Manolo (o Juan) para conseguirlas en cualquier época del año. Llegados a este punto, poco importa ese dato. Solo puedo pensar en orquídeas. Ni siquiera sé dónde se encontrará ahora mismo Juan (o Manolo). Tengo la vaga sensación de que se alejó de mí hace tiempo. ¿Falleció? Tal vez. Seguro, él jamás se separaría de mí ni faltarían las orquídeas sobre la diminuta mesa camilla de esta habitación que no reconozco. ¿Cómo habré llegado hasta aquí? Ojalá pudiese estar él conmigo en estos momentos. Le extraño tanto, ya nadie me regala orquídeas. Aunque ya no recuerde su nombre, no me juzguéis, porque hay momentos en los que ni siquiera soy capaz de recordar el mío. Me llamo Mercedes, o quizá Margarita, algo que empieza por «eme», seguro… Mi mente me juega malas pasadas, pero el recuerdo de las orquídeas sigue tan presente en ella que incluso ha llegado hasta causarme un pánico atroz. Una flor tan bella, tan delicada, tan sumamente hermosa, ha llegado a causarme miedo, sí, porque mis recuerdos se difuminan poco a poco, van siendo borrados por una goma invisible que se desliza con suavidad sobre el papel de mi historia, pero las orquídeas siempre continúan presentes. A veces me siento con las fuerzas suficientes para salir a este bello jardín que veo desde mi ventana y que no reconozco cada día. No hay orquídeas en él. Toda una vida de orquídeas y ahora soy yo la única orquídea que permanece viva en mi maltrecha existencia, la única orquídea que pasea ausente por este bucólico jardín. Ana Centellas

Omnipresente

Me dijeron, «ocupa tu tiempo, haz cosas que te gusten para tener la mente entretenida». Y así lo hice. Comencé a ocupar mi tiempo con todas las actividades que me gustaran o que, al menos, me parecieran interesantes. Comencé por la escritura, que funcionaba muy bien para centrar la mente y mantenerla ocupada, pero, claro, no podía pasarme el día entero escribiendo. Había muchos momentos de verdadero bloqueo mental. A ver, mi mente no estaba bien, no reaccionaba como yo quería. Entonces fui introduciendo alguna que otra actividad más. Incorporé a mi ociosa rutina las caminatas. Una horita a paso bien ligero cada día era una magnífica forma de matar el tiempo. Y es que no me atrevía a correr. Aunque pronto descubrí que mi mente trabajaba al mismo ritmo que yo caminaba. Me obligué a contar los pasos, los kilómetros, los minutos. Pero la puñetera mente debía ser hiperactiva porque seguía trabajando a escondidas. Tenía que encontrar alguna otra actividad con la que rellenar mis vacíos. Entonces, me enseñaron técnicas de relajación, que yo me empeñaba en realizar a pies juntillas. Pero mi mente, traidora, seguía trabajando en un segundo plano. No, no funcionaba, no me encontraba bien. Continuaba sintiéndome una tarada de la vida que ya no tenía fuerzas para seguir adelante. Entonces fue cuando comencé a asistir a clases de yoga, y lo cierto es que funcionaron bastante bien, eso sí, solo durante el tiempo que duraba la clase. En cuanto salía, volvía a las andadas. Igual ocurría con la clase de pilates, de la que salía flotando ya a última hora de la noche, pero que en cuanto montaba en el coche para regresar a casa ya se había desvanecido por completo. Busqué, siempre por mí misma, ocupaciones alternativas. Redoblé mis obligaciones para conmigo misma con la escritura. Me obligué a realizar determinada cantidad de lectura diaria, sin tan siquiera buscar la calidad de la misma. Los libros de autoayuda cayeron a decenas, sin que al final fuese capaz de sacar algo en claro de ellos. Bueno, la teoría, claro, todos ellos tenían el mismo denominador común, pero ninguno te mostraba el modo de llevarlo a la práctica. Más tiempo perdido, eso sí, con la mente ocupada. Pasé por varios talleres presenciales de autocuidado, magistrales, en los que podía ser yo misma, sin cubiertas ni corazas, pero en los que a la vez me envolvía en una realidad paralela que siempre dejaba de ser real cuando regresaba a casa. Varios cursos a distancia, algo de idiomas, ya ni recuerdo hasta dónde llegué. Más deporte, ciclo indoor, asambleas, coordinación, actividades escolares, porque además soy madre, por si con eso no fuera suficiente. Me involucré en todas las causas que se cruzaban en mi camino, las perdidas y las que no lo estaban, hasta que llegó un día en que ya no tenía un segundo para respirar. Ahora me podéis encontrar en cualquier lugar, omnipresente y ausente al mismo tiempo. Presente en cuerpo y ausente en mente, porque la maldita no ha tenido actividad suficiente para dejar de trabajar por sí misma. Ana Centellas. Marzo 2018. Derechos registrados.