En lo referente a los hijos las cosas que nos preocupan no son siempre las cosas más importantes. Solemos pensar que nuestra vida gira en torno al instante presente y que lo que nos hace falta justo en este momento es imprescindible. El capricho que les damos al comprar un objeto, quedar por encima en una discusión, los viajes a Disney o a la nieve, el regalo de comunión… son todo experiencias ordinarias que necesitamos satisfacer ahora, que se consiguen mediante contratos y que se cargan en bolsos y mochilas. Pero todas esas preocupaciones cubren deseos insignificantes si los comparamos con el cómputo de todos los acontecimientos de nuestra vida.
Sin embargo, hay otras experiencias que a la vez que cotidianas son extraordinarias porque las obtenemos en forma de regalo y no de contrato y porque es imposible meterlas en la mochila ya que el ingrediente que las forma solo hace maridaje con los bolsillos del cuerpo: al corazón le caben emociones, a la retina imágenes, la piel guarda el roce, y los recuerdos de intimidad se guardan dentro de los olores; en los oídos anidan las ondas que viajan hechas palabra y se almacenan también como caricias por si las caricias de la piel faltan. Las experiencias ordinarias se consiguen cuando firmas un contrato o cuando pagas por ellas mientras que las extraordinarias siempre son regalos y dejan una marca que nada tiene que ver con las demandas caprichosas de lo cotidiano.
Los hijos demandan constantemente y en todas las vertientes posibles. Hay solicitudes que nunca deberíamos negarles como libros, tecnología y medios para el aprendizaje; cumpleaños, viajes y experiencias con su grupo social de referencia; convivencia con mascotas, formación en alguna vertiente del arte y el deporte… y hay otras que aunque no las pidan siempre deberíamos darles, que son las que no se pueden guardar en bolsos ni mochilas, como los abrazos, las caricias, las palmadas en la espalda, las miradas de frente, las palabras dulces, las palabras sinceras, las sonrisas… cada uno de esos regalos tiene un poco de los otros porque los abrazos huelen, las miradas hablan, el corazón observa y las palabras rozan.
Todo lo demás es accesorio. Demos a los hijos experiencias extraordinarias en lo cotidiano porque las ordinarias, las que se compran, no las necesitan tanto. Al final de nuestras vidas, en el balance de lo bueno y lo malo, lo que recordaremos no serán los contratos ni los objetos que tuvimos ni las gestiones que hicimos sino lo que recibimos sin esperar nada a cambio. Vaciemos los bolsillos del cuerpo en los demás por complacencia, como muestra de afecto o por agradecimiento, porque cuando regalas vida, la vida se convierte en un regalo.
Raquel Sanchez-Muliterno