Toda una vida de orquídeas frescas en el gran jarrón que permanecía inamovible sobre la mesa central del salón. ¿O era en el cuarto de estar? ¿Es posible que adornasen la cocina? En cualquier caso, eran orquídeas, de eso estoy segura. Recuerdo a la perfección su dulce aroma a frescor que inundaba nuestra casa. Siempre, no importaba el día que fuese, era la señal característica de nuestro hogar. Jamás llegué a saber cómo se las ingeniaba Manolo (o Juan) para conseguirlas en cualquier época del año. Llegados a este punto, poco importa ese dato. Solo puedo pensar en orquídeas.
Ni siquiera sé dónde se encontrará ahora mismo Juan (o Manolo). Tengo la vaga sensación de que se alejó de mí hace tiempo. ¿Falleció? Tal vez. Seguro, él jamás se separaría de mí ni faltarían las orquídeas sobre la diminuta mesa camilla de esta habitación que no reconozco. ¿Cómo habré llegado hasta aquí? Ojalá pudiese estar él conmigo en estos momentos. Le extraño tanto, ya nadie me regala orquídeas.
Aunque ya no recuerde su nombre, no me juzguéis, porque hay momentos en los que ni siquiera soy capaz de recordar el mío. Me llamo Mercedes, o quizá Margarita, algo que empieza por «eme», seguro… Mi mente me juega malas pasadas, pero el recuerdo de las orquídeas sigue tan presente en ella que incluso ha llegado hasta causarme un pánico atroz. Una flor tan bella, tan delicada, tan sumamente hermosa, ha llegado a causarme miedo, sí, porque mis recuerdos se difuminan poco a poco, van siendo borrados por una goma invisible que se desliza con suavidad sobre el papel de mi historia, pero las orquídeas siempre continúan presentes.
A veces me siento con las fuerzas suficientes para salir a este bello jardín que veo desde mi ventana y que no reconozco cada día. No hay orquídeas en él. Toda una vida de orquídeas y ahora soy yo la única orquídea que permanece viva en mi maltrecha existencia, la única orquídea que pasea ausente por este bucólico jardín.
Ana Centellas