Había dos cosas que maravillaban al filósofo Immanuel Kant: “el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”. La experiencia de la inmensidad del Universo frente a la finitud de nuestras vidas (y la experiencia de la muerte) ha llevado al ser humano a preguntarse si hay algo más que la vida que conocemos o si alguien ha creado el Cosmos o se preocupa por nosotros. Es decir, el primer ser humano miró al cielo y nacieron las religiones. Aún hoy, pese al espectacular despliegue de la ciencia, la pervivencia de la religión es una constante antropológica. Planteo una hipótesis probable: siempre habrá un “algo más” inaprensible para el conocimiento humano de cada época, aunque le vayamos “achicando” el espacio.
Por eso, desde la perspectiva laica que ha caracterizado a Zarabanda, nos parece importante abordar el “hecho religioso” desde el diálogo, con respeto y sin dogmatismos. Los problemas suelen venir por la segunda parte de la sentencia kantiana: en ocasiones, “la ley moral” ya no rige dentro de uno (la religión como creencia compartida, pero privada y personal) sino que trata de imponerse a amplias capas de la población que no necesariamente comulgan con ella. Es ahí donde entra en escena el laicismo para plantear desde el Estado marcos de convivencia no confesionales, que permitan que cada cual profese la fe que quiera sin que ninguna religión detente privilegios sobre otras o sobre los que no creen en Dios, es decir, los ateos.
Pese a que el anarquismo ha jugueteado en ocasiones con el anticlericalismo, la realidad es que el actor político que más desarrolló esta hostilidad a la Iglesia Católica fue el Partido Radical de Lerroux, al que difícilmente se puede considerar progresista. En las filas de la izquierda marxista, hubo posiciones variadas y más matizadas, como la de Marx y su malinterpretada frase de “la religión es el opio del pueblo”. En tiempos de Marx, decir que la religión es el «opio» no tiene la carga peyorativa de «engaño» que generalmente se le atribuye. Es, en primer lugar, un bálsamo para el dolor y una falsa vía de escape. Es una apreciación negativa, pero no peyorativa, nacida de la crítica racionalista ilustrada de la que bebe también el marxismo.
Por eso, porque hay bases éticas compartidas y la voluntad común de evitar el dolor de este mundo es por lo que la posibilidad del diálogo sigue existiendo: pensemos, por ejemplo, en el compromiso del Papa Francisco con la ecología o los derechos de las personas migrantes. Los ateos deberíamos ser los principales convencidos del laicismo y de la necesidad del diálogo, al fin y al cabo, somos los que solo tenemos una vida para convivir en paz.