Mientras mis compañeros han aprovechado el primer día de sus vacaciones de Navidad para regresar a su hogar, con su promesa de calidez después de un trimestre frío y agotador, yo he comprado un billete de tren con destino a Valencia y la intención de visitar a mi abuela en su residencia.
La madre de mi padre tiene ochenta y dos años. Desde que se quedó viuda, a principios de siglo, se acostumbró a vivir sola en su casa de Madrid y a no depender de sus tres hijos, todos con trabajos exitosos, familia y aficiones que no la incluían en absoluto. Durante años, sus conciertos, sus reuniones para tomar el té con sus amigos y las lecturas seleccionadas por un bibliotecario fiel, compusieron su día a día. Famosa actriz en su juventud y con una cuenta bancaria que le permitía no preocuparse de llegar a fin de mes, a la vida sólo le pedía salud y amigos, y a ser posible celebrarlo siempre con un vaso de buen vino.
En esta residencia de la periferia urbana mi abuela ya no parece ella. Sentada en un sillón y mirando de frente un aparato de televisión atornillado en la pared, parece camuflarse entre un montón de leña seca amontonada para ser quemada y apenas si sonríe cuando la miro de frente durante más de un minuto hasta que algo hace clic en su cabeza y se confía a darme un beso.
—¿Cómo te encuentras? –le pregunto casi con ansiedad.
-Bueno, en este balneario no se está mal. Tengo una habitación para mí sola y de salud me encuentro bien. Lo único que tengo hambre, mucha hambre, y no hay nadie con quien hablar de nada.
Mi abuela nunca ha estado tan delgada. Para que no se le caigan los pantalones, se los sujeta con una rebeca atada a la cintura. Y necesita que la peluquera del centro le tiña las canas para no parecer la bruja del cuento.
—¿Han venido a verte tus hijos últimamente?
—¿Mis hijos? Creo que no. El mayor vive en el extranjero. Y los otros dos trabajan mucho, los negocios no van bien, y no tienen tiempo.
Mi padre es dueño de una galería de arte y me parece que en su mundo glamuroso no cabe encargarse ni siquiera una vez al mes de su madre, a la que ingresó con la complicidad de sus hermanos en este moridero, eso sí, después de repartirse a partes iguales el patrimonio de mi abuela escudándose en que ya no estaba en condiciones mentales para gestionar su existencia: le expoliaron la casa, se apropiaron de su dinero y la abandonaron a su suerte entre personas ajenas en una comunidad lejana a la suya.
—Abuela, ya sabes que no se puede, pero te he traído dos tabletas de chocolate con almendras, dos paquetitos de anacardos y una botellita de ese Rioja que te gusta tanto. Abre el bolso para que los escondamos. Te los puedes tomar poquito a poco en tu habitación.
—O muchito a muchito, que estoy muerta de hambre.
Mentiría si dijera que me preocupa que le suba el azúcar o que esta noche se duerma ebria, porque lo que de verdad me duele es que en estas fechas tan familiares ninguno de nosotros la vamos a llevar a casa. A mis padres les parece que no queda bien con sus ausencias y sus inseguridades, que las visitas necesitan una atmósfera cómoda, y que el mundo de los negocios es así de cruel y de exigente. Me la imagino bebiendo cava y sonriéndonos, contenta, y pienso que no se merece menos que nuestro afecto, que nuestro respeto.
La visita se acaba; antes de que me dé cuenta ya la vienen a buscar para cenar. La acompaño con orgullo dejando que se sujete a mi brazo y por un rato piense que no está sola, que ha venido alguien de otro universo a recordarle por un tiempo muy breve quién es. La verdura con champiñones del comedor, tan falta de gracia, me lleva a pensar en sus pantalones demasiado grandes y en el chocolate que seguramente no sobrevivirá a la noche.
Mi abuela me olvida prácticamente en cuanto la siento a la mesa. Una de sus acompañantes me grita que todos aseguramos que volveremos pronto, pero que no cumplimos la palabra, que sólo lo decimos para quedar bien. Pienso que es una crueldad por su parte, aunque no tan grande como la que denuncia.
Si mi abuela supiera quién es, no permitiría que a nadie le tratasen así. Pero es una superviviente de otros tiempos y su grandeza ya no se lleva en esta sociedad de la abundancia. Ciertamente no me siento dichoso de volver a casa esta Navidad.