Arco o el reggaeton del arte

No es la primera vez, ni será la última, en que desde la perspectiva de una mediana edad quede de manifiesto el dilema que suscita la deriva que toma el presente… ”siempre a peor”, mientras se escucha y observan los comportamientos de las generaciones más jóvenes. Nunca esto fue distinto. O sí. Porque ese vacío de referentes e indiferencia al que se apela, sin saber a qué se apela, no se corresponde hoy con las generaciones más recientes, sino con la nuestra. Nuestra generación es la que gobierna, dirige empresas, trabaja, lucha, quita y pone señuelos de atención, inventó relaciones a través de dispositivos o dibujó el esnobismo copiando acervos de rareza y extrañeza como valor; sitúo, en su delirio, la necedad como argucia de agudeza en cuyo festival no se valida el análisis comparado, sino la popularidad y los recursos puesto a disposición para alcanzarla.

Son éstos, días de ferias de Arte; muchas y variadas, de todo pelaje y ralea que proliferan bajo el todopoderoso paraguas de ARCO. Como cada año más de doscientas galerías de diferentes partes del mundo acuden a la llamada ( ya explicaremos en otro momento cómo y por qué). Las nuestras, las nacionales, muchas de ellas pagando lo que otras alcanzan bajo subvención y artimañas varías. ARCO es una feria que en parte pagamos todos con nuestros impuestos y se restringe la entrada en forma de ticket abusivo al visitante y regalías a algunos expositores;  Una feria que mantiene su estatus en los escándalos pactados de una convocatoria para otra que, también cada año, se suceden como una especie de día de la marmota caduco y sin las cuales nadie tendría comentario alguno. O quizá sí. Porque entre toda la morralla se esconden magnificas obras y propuestas pero, lamentablemente, es a través de la pacotilla bien producida y jaleada de evidente tara intelectual, desde donde pueden llamarnos imbéciles con un envaramiento bien interpretado, tan ridículo como innecesario. Envarados próceres del arte, repartidos entre sospechas de galerista, críticos apesebrados, gestores de lo propio y jaleadores del cotarro.

Hablamos de lo ridículo tomado en serio por lo que tienen, las propuestas más comentadas, de esbozo de pantomima de preocupación, escondiendo la evidencia como argumento que, desde las instituciones, no hay atrevimiento en cortar. Es el absurdo disfrazado de mirada mordaz e irónica llegando al uso de estereotipos e imaginería de la cultura popular, enmascarando incapacidad para las narrativas y poéticas contemporáneas.

ARCO y ferias de todo pelaje a su sombra, resultan ser un dispendio, un festival que destila saciedad antes de su comienzo, dejando ver el anacronismo de una sociedad que aún piensa en la posmodernidad como médula intelectual de la vanguardia y el progresismo. Pues no. La iconografía de la postmodernidad es precisamente eso mismo que estos escaparates de la vanguardia proponen. Son ellos mismos la sociedad que critican.  Son estos apóstoles, con necesidad de plumas de ganso para provocarse el vómito, los que han quedado anclados  en esas ideas alejadas del tiempo en que otros viven, dibujando esferas que la sociedad paga con sus impuestos mientras hacen gárgaras con Moet Chandon, redundándose a sí mismos en obviedades.

Esta época no pasará a la historia del arte por su arte; tampoco por sus patronos sino por la dejación absoluta de los representantes de quien paga, que somos todas la sociedad. Esta época pasará a la historia por el arrogante pavoneo de sus impulsores en su decadente juego de satisfacción y nausea por hartazgo. Esta posmodernidad en la que aún vive todo este circo simulando arte, es quien lo mató, quien lo ningunea y quien en el fondo sería objeto de estudio, aunque para ello hubiera que dejar algún objeto como muestra de los desperfectos.

La posmodernidad acabó, aunque bien es cierto que para algunos su inercia siga agitando. Una posmodernidad que nos arrojó a la inmediatez, a prescindir –aun resultando una ironía- de las estructuras democráticas para valerse de ellas y convertir todo en mercado y promoción mercantil con cumplida voluntad para el  hedonista satisfecho, no en los placeres, que no estaría mal, sino en el ilimitado placebo del mercado grotesco (pues no existe tal mercado, sino la puesta sobre la mesa de partidas presupuestarias para tapar bocas y bocazas), ahora y en estas fechas, opulento y macarra de la ostentación y el refinamiento representado, de posibilidades regaladas al disparate, a la singularidad maltrecha y sin interés, cómo no,  por asignación y no por decantación.

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