Un mundo nuevo

La ficción

En la televisión daban una película clásica, de la era dorada de Hollywood. La artista, una mujer deslumbrante y llena de encanto, muy rica, pero a la que se le intuía un pasado turbio, planeaba concienzudamente el asesinato de su marido. Lo arriesgaba todo a una carta, no se podía fiar de nadie.

En ese momento sonó el teléfono. Le fastidió tener que levantarse a cogerlo: era la noche libre de la doméstica y el cónyuge, al que ella llamaba irónicamente “el santo”, aún no había vuelto de la partida de mus con los amigotes.

—¿Dígame?

La voz al otro lado del auricular sonó solemne, con esa gravedad que suele anticipar una mala noticia.

—Lo siento, mi esposo está ausente. Si quiere, puede llamarlo un poco más tarde. O dejar su número para que sea él mismo quien se encargue de telefonearle.

Sus explicaciones parecieron no convencer del todo al individuo, que se interesó por ella y por la relación que mantenía con el hombre de la casa. Se sintió incómoda. ¿Por qué tenía que responder a preguntas impertinentes, tan fuera del tono de sus relaciones sociales? Se hartó, pensando en qué haría en esas circunstancias la heroína asesina del largometraje, y colgó el auricular con alivio, casi con despecho. Se dispuso, sentada en su butacón favorito, a dejarse envolver por la trama del suspense, confiando en que la protagonista fuera capaz de desarrollar sus planes y salir indemne del crimen. Pero el teléfono volvió a sonar.

—¿Por quién pregunta? —fue la instintiva respuesta defensiva que pudo articular. —Escúcheme, mi marido no está y yo no tengo tiempo ahora mismo para atenderle. Llámele más tarde.

Pero el tono de la voz había cambiado. Ya no era tan punzante, tan agresivo, y trató de calmarla con unas palabras breves, certeras.

 —No, nuestro hijo tampoco está. ¿Es que le ha pasado algo…?

—No se alarme, está bien. Pero necesitamos que el cabeza de familia se persone a recogerlo en la comisaría de Torremolinos, donde está retenido por escándalo público y resistencia a la autoridad.

—Si mi hijo está estudiando en la Universidad de Granada y a punto de regresar a Madrid de vacaciones escolares…

—Mire, señora, está claro que su hijo se dedica a algo más que a sobar librotes en la facultad. Cuando vengan, les quedará claro a lo que se dedica lejos de casa.

Dos horas después, el maridísimo, se diría que bastante bebido, y ella misma salían de la capital, por la carretera de Andalucía, en busca del vástago descarriado. Su santo tenía un humor de perros y ella conservaba en la retina aquella mirada triunfadora con que la actriz desafiaba a la pantalla al abandonar América en un barco rumbo a las Bahamas cuando al fin era libre. El suyo fue un viaje penoso, en el que ninguno de los dos dijo lo que pensaba y mucho menos lo que ya sabía.

A las ocho y media estaban en la puerta de la comisaría de Torremolinos, molidos como perros y bastante desencajados, sin paciencia para recibir con amabilidad una comunicación adversa. El policía de la puerta los acompañó hasta el despacho del jefe y les franqueó la puerta ante la mirada atónita de unas veinte personas que estaban sentadas en la sala, tal vez con la intención de ser recibidas también.

El comisario se levantó, servilmente:

—Señor ministro, ¿cómo está usted? Lamento mucho el incidente.

—Muchas gracias. Le ruego brevedad y que no trate de aplicar paños calientes. Tanto mi mujer como yo conocemos a nuestro hijo y nos hacemos cargo de la situación, que lógicamente también la mentamos. Usted naturalmente comprende que algunos jóvenes se dejan contaminar por, digamos, las manzanas podridas de nuestro tiempo y que debemos separarlos drásticamente de tales compañías. Yo me encargaré de eso, señor comisario, y usted de que no se vincule mi nombre a este desagradable asunto.

Durante la vuelta, los tres se mantenían en silencio, algo a lo que estaban acostumbrados en su convivencia. Cuando el padre trataba de censurar el comportamiento del hijo, se veía cortado rápidamente por su esposa. Por su parte, el hijo miraba por la ventanilla del coche oficial, mientras frente a él se extendía un infinito campo amarillo y pardo.

—Al menos, podrías darnos las gracias por preocuparnos y sacarte de ese nido de ratas, ¿no te parece?

—Mira, es mejor que lo dejes en paz. Aquí cada cual tiene su cruz y la lleva a cuestas como puede. ¿O es que tú has elegido ser como eres? —le inquirió su mujer.

—¿A qué te refieres? Creo que no te comprendo… —Lo sabes muy bien y también lo sabe todo Madrid. Más de una amiguita tuya ha tenido un piso en el barrio de la Concepción a cargo del presupuesto de tu ministerio y son muchas las noches que juegas al mus con tus entretenidas, ¿no? Eso por no hablar de tu hermano Bruno, al que has tenido que liberar más de una docena de veces por su extremada cercanía a chicos menores de los que hacen Almirante o el paseo de Recoletos.

—Estas no son conversaciones para tener delante del chico. No le pueden hacer ningún bien, ¿no crees?

La madre, que en ese momento más que mujer se sintió progenitora, no estuvo de acuerdo, como casi siempre. Aunque ya se había acostumbrado a callar y a maquinar en silencio, dispuesta a sobrevivir en un mundo de hombres sin escrúpulos, esa vez se sintió subversiva e incluso capaz de cometer un crimen:

—No, no creo. En tu gobierno hay tres como tu hijo, doce que como tú mantienen una querida a espaldas de su mujer, y uno muy destacado que hasta fue elegido Miss por su tropa en el cuartel. Así que menos lobos, que ya nos conocemos todos y no hace falta tirar más de la manta.

Los tres callaron definitivamente. Karina interpretaba la canción de moda, “En un mundo nuevo”, en la radio del coche.

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