Yo también nací en el 53 como canta Ana Belén. Y conocí bien una España en la que dictaba Franco donde no cabía la menor duda de lo que podía ser susto o lo que podía ser muerte, y uno, conociendo claramente las cartas del “juego” elegía. Hoy en esta España multicolor de mi desesperanza, y de “postverdades” (según la RAE: “Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales,,.”) y de hipocresía, ando bastante más despistado ¡Quién me lo iba a decir con la valentía que le echaba a lo del dictador! Ahora no sé cuándo es susto, cuándo es muerte, cuándo es verdad, cuando es mentira…
La característica que considero más miserable en el ser humano es la deslealtad, la falta de nobleza, que me defrauden. Quizá por ello, sin ser de “las generaciones Halloween”, todos los día 31 de octubre me encargo de tener unas bolsas de caramelos, por si llaman a mi puerta, pues pocas cosas podrían dolerme más que defraudar la ilusión de un niño cuando espera un caramelo y no lo recibe.
Cuando, afortunadamente, llamaron a mi puerta hace unos días y los vi tan contentos y contentas con sus “tenebrosas” máscaras, pero con una más añadida, esa tenebrosa de verdad, y que a mí, por lo mismo, por llevarla, no pudieran verme la sonrisa, no pude evitar después la amargura de una reflexión que me es recurrente llena de sustos y muertes confusos, distinta a la de mi época de niño de la dictadura, que me intranquiliza mucho más. Pensé en el miedo que debería darnos esa capacidad de tanto mentiroso y tanto desvergonzado para arrastrarnos a la tragedia, al susto y la muerte reales.
Reparé de nuevo en la diferencia de las palabras vacunado e inmunizado. Dudé en si alguno de los niños habrían perdido algún abuelo en la “ruleta residencial” de quiénes iban al hospital y quiénes no. A quiénes van a perder en esta “nueva no ola” de no se sabe cuánto dura la supuesta inmunidad, ni cuantas truculencias estratégicas sucederán antes de las necesarias siguientes dosis.
Pensé también en tantos padres que llegaron a una supuesta ciudad verde y la han visto convertirse en una verbena inmensa de grúas y bloques de ladrillo. Todo ello mientras señores y señoras de más de sesenta años y casas con verdes praderas, esas sí, hablan en Europa del no “cambio climático”. Susto y muerte.
Pensé en la cantidad de trabajos que no tendrán cuando ya no les baste la alegría de un puñado de caramelos. Incluso en los que seguirán “jugando” pero a cosas más adictivas que sigue ofreciéndoles la sociedad y la publicidad. Susto y muerte.
Recordé espacialmente aquellas iniciales y supuestamente documentadas, y taxativas, declaraciones gubernamentales sobre que era innecesario el uso de la mascarilla para protegerse del virus que ya había causado tanto susto y tanta muerte. ¿Hasta dónde puede llegar el ser humano en pos de unos intereses que no son los de la mayoría?
En fin, toda esta mascarada llena de trucos y tratos sí que me asusta porque además de horrorizar de verdad puede llegar a matar y no a pocos. Y no se resuelve con caramelos.
Y lo peor es que por mucho que conozcamos a estos mascaritas no desparecen en las tinieblas ni con los apagones ni con las escaseces (de otros). Se van sucediendo constantemente con diferentes disfraces.
Enrique Vales Villa