Hace unos días estuve haciendo unas gestiones y mientras esperaba mi turno pude observar a otra familia que también estaba citada. Me llamó mucho la atención cómo funcionaban las dinámicas de autoridad entre unos padres de mediana edad y su hijo, de unos 4 o 5 años. El éxito o el fracaso de los progenitores en su intento de guiar al niño no estaban relacionados con la determinación de los padres sino con la insistencia del hijo. Ellos intentaban explicarle lo que era correcto y conveniente pero por los oídos del pequeño solo entraban los mensajes que cumplían con las expectativas de satisfacción de sus deseos inmediatos.
Si el niño quería un juguete que estaba en manos de otra niña tiraba de él sin mediar palabra hasta tenerlo en su poder, constatando su incompetencia en diplomacia, falta de empatía y escasa socialización. Claramente se había quedado anclado en la etapa de egocentrismo en la que aún no se sabe compartir, que dura hasta los 2-3 años. Los padres, sin darse cuenta, le enviaban un mensaje verbal contradictorio a la acción, pues ninguno de los dos tuvo la iniciativa de agacharse para ponerse al mismo nivel que su hijo, compartir jugando y darle ejemplo. La frase “eso no se hace” tampoco hacía énfasis en los sentimientos de la niña ni en el miedo que sintió ante un comportamiento violento. Cuando se cansó de jugar se fue a reclamar la atención de sus padres y ante la indiferencia de éstos quiso comunicarse llamándoles “malos” y dando manotazos y patadas a la madre que, de todos modos, seguía ignorándole. Leyendo entre líneas, el niño estaba entendiendo que en el fondo lo que hacía no era tan grave y que podía seguir comportándose así. Al momento se encaprichó de una chocolatina y pasó más de media hora con llanto fingido exigiendo el dulce, hasta que la madre se lo consintió. La perseverancia del niño imperaba siempre sobre la determinación de los progenitores. Dicen que lo poco espanta y lo mucho amansa; supongo que esos padres estarían ya acostumbrados a la tiranía crónica del hijo, a concederle todos sus caprichos y a no exigirle nada, mientras que el hijo se había hecho la falsa idea de que en la vida, basta con exigir para conseguir todos los caprichos.
Así nacen los niños tiranos, para quienes “todo lo que yo quiera ha de ser concedido aquí y ahora”, con valor de la generosidad inexistente, cero empatía, agresión física sin culpa, centrados en si mismos y evasores de normas y castigos.
Si mimar es conveniente, consentir es contraproducente. Los padres debemos reafirmar nuestra autoridad estableciendo normas y haciendo que se cumplan siempre, pues una sola renuncia representa una victoria para el hijo que busca ganar terreno de batalla. A sus exigencias no debemos ceder por mucho que insistan, ésta es una regla de oro que no podemos obviar si no queremos tener un déspota en casa. Sólo cuando sus argumentos sean sensatos podremos ceder, pero para eso es necesario hacer uso del diálogo, que siempre da paso a la empatía.
Raquel Sanchez-Muliterno
Psicóloga