Demasiadas mentes humanas ya están llenas de conceptos irracionales o destructivos o estúpidos; sí, de conceptos que impiden la inteligencia y, además, el progreso ético humano (donde entra una válida o equilibrada educación y un respeto posible a uno o a otro bien).
Hasta ARISTÓTELES los acumulaba: «Pero entre los bárbaros la hembra y el esclavo tienen el mismo puesto». En efecto, los pedagogos de todos los tiempos se han nutrido de ellos para que prevalezca un poder, para salvar unos privilegios, una religión…, para controlar a los demás. Se habitúa (con ellos) sistemáticamente a las masas porque reaccionen de una manera única o sobreprotegida; lo cual garantiza en seguida que obedezcan, y se encierren en una inferioridad impuesta: se resignen.
Así es, antes se estereotipaba como enemigo sin virtudes al que era intruso o extranjero, al que estudiaba una realidad desvinculándose de su divinidad «adherida», al que no hacía lo habitual ante una exigencia dictada o ante una norma, al que gritara derechos de persona libre; pero ¿derechos?, ¿qué eran derechos entonces? Pues el matar se justificaba tan pronto como suponía deshacerse de aquél que contravenía a una costumbre o tan sólo quería entender otras, ya que no era válido el aislamiento, ni el despegarse del tótem (del núcleo sagrado al que la vida se lo debía todo). La libertad era como una prohibición.
Los seres humanos se movían entre lo superior y lo inferior; los actos de fe (vinculados a lo superior divinizado) demostraban el «status» alto que, en efecto, abría las puertas para el reconocimiento, para la integración o para acceder a un puesto de prestigio o de poder; los actos de rebeldía, por el contrario, demostraban un desagradecimiento a lo divino, un atrevimiento de soberbia, una plena ignorancia, una corrupción. Por ello, no hubo sabio que se librara de soportar directamente estas condiciones enfrentándose con una contracultura a favor de la necesaria evolución racional; eso significa un abrirse al conocimiento, paso a paso, venciendo prejuicios y, además, sin más remedio decir lo que demostraba aunque no gustase a muchos.
No obstante, el vencer tantos miles de atavismos de la historia no lo han realizado nunca los obedientes, no, en tanto que vivían cómodos al sistema, sino siempre los «endemoniados» para la sociedad, esos que padecieron solo como respuesta a sus sobreesfuerzos o a sus mismas valentías contra la ignorancia. Los verdaderos artífices, por esa razón, del progreso eran los que sabían decir no y no a lo establecido.
Es la verdad. Hasta hace poco se difundían refranes como «La mujer honrada, la pierna quebrada y en casa». Hasta hace poco la política era asunto solo de hombres. Hasta hace poco la homosexualidad era considerada un vicio o una enfermedad mientras que, la promiscuidad del hombre, en muchos sitios una necesidad o un lujo. Hasta hace poco era justificable pegar a los hijos o hacerles trabajar incluso. Porque solo la libertad mental, sí, hace cambiar a los hombres.
Ahora mismo la pena de muerte se encuentra en el ámbito de las aplicaciones de la justicia, sin la más mínima consideración a los factores de violencia que las mismas leyes protegen. Ahora mismo la guerra se justifica, aun a sabiendas de que impone el horror o una crisis social o una psicología de horror ya imborrable durante años a todo un país. Ahora mismo la mentira y la manipulación en política se premia (y los medios de comunicación nazimente la demandan), ¡así como suena!, porque hay partes de la sociedad que, secuestradas emocionalmente por un líder o por una ideología esclavista o por la sinrazón, lo ven todo bien en inmoralidad y, así, destruyen siempre (con apoyos fanáticos y con indecentes complicidades) en imperiosa e insaciable y vacía locura.
José Repiso Moyano