La Mosca
Me pregunta mi abuela, tan dada ella a los acertijos, si sé qué cosa puede ser más pesada que una mosca otoñal. Sus preguntas, siempre, tienen su miga y yo adivino en el brillo de sus ojos que, diga lo que diga, voy a meter la pata y a quedar como un tonto redomado, el nieto más corto de los varios que tiene y a los que no soporta por el exceso de cordura y de educación imbuidos por sus sensatos padres. Mejor me callo; le dedico una sonrisa forzada y salgo corriendo por la puerta, a ese espacio lleno de incertidumbres que es la calle y donde no hay ni siquiera una respuesta acertada para cada situación, como ya he aprendido hace mucho: se haga lo que se haga, uno está abocado al error y a la tragedia de las consecuencias, de los recuerdos dolorosos. Mi abuela, en cambio, parece saber la respuesta a todo y, no obstante, no querer compartirla sino a trocitos, como las pastillas de chocolate, y con la condición inexcusable de ganártela antes. No tengo tanta paciencia y sí un exceso de orgullo, de soberbia, por lo que me quedo sin saber qué es más pesado que una mosca de otoño. Mi abuela ya no confiará en mí, no me lo contará nunca, y ese secreto se lo llevará consigo a la tumba, al igual que la mayoría de acertijos y trocitos de chocolate, que desde entonces amargan como lágrimas de desconsuelo.
Algunas tardes de otoño, cuando las horas languidecen entre la humedad y la desidia, me siento junto a la ventana de la cocina y veo cómo cae la lluvia, como muere la luz. Me reconforta el sabor intenso del café, un aroma que me evoca a mi madre y no a mi abuela, porque hay recuerdos, como el del vino, o como el de la cerveza, que no pertenecen a la infancia, sino a un mundo mucho más cercano, menos ilusorio y mejor definido. Mi madre no es afecta a los acertijos, bastante los sufrió de su progenitora para afincarse a un mundo de preguntas cuya respuesta, válida o no, se impone merced a una experiencia que no nos pertenece; ella prefiere los silencios, mira los objetos, la mosca, la suciedad del cristal de la ventana, y espera que sea yo quien diga las primeras palabras, quien construya un puente entre esa realidad y mi mundo interior, un puente que a su vez le permita a ella acercarse a mí y hablarme con la cortesía con la que se habla a un viajero de paso o al dependiente de la zapatería. Yo no sé hablar ese idioma tácito, demasiado sofisticado para mi corto vocabulario, y prefiero echarme a la calle a desgastar las deportivas en la persecución de un horizonte que siempre se reserva lo mejor para la siguiente jornada. Mi madre acaba por despedirse en silencio una tarde cualquiera y yo me quedo sin palabras, al otro lado de un río cuyas aguas nunca parecen alcanzar el mar.
Contemplo ahora la luz macilenta de la eterna tarde de noviembre, en la que el tiempo pasa tan lento como en mi infancia de colegial cuando cantaba la tabla de multiplicar dentro del poema de Machado, ese coro de niños empuñando con rigor el mil veces mil un millón, y no siento nostalgia, ni emoción, sino acaso tan sólo un poco de fastidio, porque la sempiterna mosca se encorajina contra el cristal y produce un zumbido molesto, inapropiado, y me recuerda que incluso ahora no tengo la respuesta a aquel acertijo, que con el paso de los años tampoco he alcanzado la solución. Más que la mosca, lo que me molesta, a saber, es que yo me iré y no importará que se queden los pájaros cantando, que el mundo no será mejor mañana, que estamos hechos de una curiosidad que no puede saciarse, que los recuerdos y las experiencias jamás prescriben, y que la muerte es un destino no definitivo. De nada de esto tiene la culpa la mosca, ya lo sé, pero me activo y la mato de un golpe. Certeramente. Ahora tengo todo el tiempo restante para seguir lidiando con mi conciencia sin otras distracciones.
Jesús Jiménez Reinaldo
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