OPINIÓN

La educación en la era digital

La educación en la era digital

Hace casi cuarenta años asistí a unas jornadas didácticas dedicadas a la enseñanza de la literatura, cuando los diferentes gobiernos y las consecuentes reformas educativas aún no la habían eliminado del currículo de bachillerato como asignatura. En una de las sesiones, lo recuerdo ahora como si lo estuviera viendo, un ponente nos instó a ver al alumnado como si fuera el vaso vacío que puso sobre la mesa y que habría llenar con contenidos que, por supuesto, el profesor iría vertiendo en ellos como un jardinero riega las plantas de su vergel; la comparación era interesante y hasta podía parecer plausible, y lo fue hasta que al orador le dio por poner el vaso bocabajo y nos preguntó qué haríamos en ese caso.

La visión anterior de la educación corresponde, sin duda, a un modelo educativo que ya fue superado. Muchos estudiantes hasta los años ochenta del siglo pasado crecimos estudiando de memoria todo tipo de temas y materias, y fuimos capaces de repetirlas como loros al menos hasta la realización de los exámenes, aunque no entendiéramos nada. Ni que decir tiene que muchos de aquellos contenidos eran totalmente ajenos a nuestros intereses y, con el tiempo, la mayoría se han borrado en favor de la experiencia y la necesidad. En mi caso, puedo ahora remontarme a un examen de física de séptimo de EGB sobre el plano y la cuña que fui capaz de desarrollar para un sobresaliente sin entender ni el principio ni el fin de sus fundamentos. No voy a abogar, por tanto, en favor del método memorístico, fundamentalmente porque es fuente de adocenamiento y alienación.

En otros cursos de formación, de los que he realizado tantos en el pasado con el propósito de ser un docente preparado, aprendí, gracias a las teorías sobre dinámica de grupos, que los agrupamientos de aula no son un conjunto homogéneo, ni siquiera son iguales entre ellos por más que los formen alumnos de la misma edad: todos tienen características especiales, fruto de los individuos que los integran y, en consecuencia, la principal tarea del profesor consiste en escuchar sus demandas e intereses, para lo que es necesaria la adopción de una actitud proactiva. La dificultad de este sistema educativo radica en ser capaz de adecuar los obligados contenidos de la materia a los intereses de los alumnos, porque la pregunta de aquel ponente sigue en el aire: ¿cómo se llena un vaso que permanece bocabajo ante el proceso del conocimiento?

La era digital ha traído nuevos desafíos al proceso de enseñanza-aprendizaje tradicional y ha ahondado la distancia existente entre la sociedad y la escuela, especialmente porque esta última se percibe por padres y alumnos como un lugar ajeno a la realidad donde se imparten conocimientos que no van a servir en el mejor de los casos más que para obtener un título académico.

A la par que se desarrollan las competencias digitales desde la infancia, sin duda impulsados por una industria tecnológica que necesita el consumo masivo para realimentarse en sus fines lucrativos, el índice de analfabetismo funcional aumenta progresivamente: cada vez son más las personas de toda edad y condición que no comprenden lo que leen, que no escriben porque no lo necesitan para su vida diaria, que no saben sumar, que no recuerdan datos ni fechas porque para eso está la Wikipedia y que, por tanto, tampoco tienen una memoria entrenada para recordar, reflexionar y establecer un pensamiento personal y crítico. Es más, inducidos por los medios de comunicación de masas, una mayoría creciente se afirma ufana en su ignorancia de la historia o de la ciencia y se permite negarlas, cuando no atacarlas sin contemplaciones.

La educación es algo más que la tecnología que usamos: a nadie se le ocurría pensar que por tener un ábaco ya sabe matemáticas, como tampoco nadie creería que, por ser dueño de un libro, ya se sabe leer. Del mismo modo la posesión de un procesador, de un teléfono inteligente, de una pizarra digital o de cualquier artilugio tecnológico, no nos convierte en Einstein o en Marie Curie. Más bien al contrario: todo cuanto nos facilita un proceso sin entenderlo nos abre las puertas de la ignorancia, excepto a los pocos que están dispuestos a quitar los tornillos, a desmontar las piezas y a jugar con los procesadores, como antes hacían los estudiantes de formación profesional con los transistores y las televisiones. Todo aprendizaje requiere curiosidad, voluntad y esfuerzo, además de cierta dosis de diversión si se da esa fortuna.

Para concluir quisiera únicamente reforzar dos ideas-fuerza sustentadas en mi dilatada experiencia docente: la primera, que la tecnología por sí misma nunca podrá revolucionar la educación, ni siquiera sostenerla, porque a lo sumo puede ser un utensilio más, entre muchos, de los que debe manejar con acierto el docente y que nunca puede sustituir a sus conocimientos pedagógicos y experiencia profesional; y finalmente, que los alumnos y los grupos formados para recibir formación en las aulas deben ser escuchados activamente para comprender sus motivaciones y sus limitaciones, de tal modo que no sientan que van a perder el tiempo en un espacio donde todo les es ajeno. Claro que el profesor tiene que ser una especie de mago, de profeta, de cuentista, de prestidigitador…, pero es que nadie ha dicho nunca que este oficio sea sencillo. Y mucho menos ahora, cuando tenemos que competir con un mundo líquido de pantallas donde los estímulos son constantes, a menudo vacuos e insípidos, y donde casi nadie se detiene un segundo siquiera a respirar, a pensar o a sentir.

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