Texto: Yolanda Barreno Carnicero
La idea de una vida más allá de la muerte ha tenido una gran importancia para las diferentes culturas desde la Antigüedad, a pesar de que tanto para el judaísmo como para el cristianismo antiguos era bastante problemática y no será hasta la Edad Media cuando para este último cobre una gran importancia, elaborándose una creencia basada tanto en la cultura grecolatina (con su idea del inframundo o Hades) como en la judía (de la que se tomará el concepto del Reino de los Cielos).
Si acudimos a las fuentes antiguas, la primera idea que se encuentra en dicha tradición grecolatina es la de un lugar común al que las almas irían tras la muerte: ese lugar común es el Hades, que esun mundo subterráneo en la mayoría de las versiones. Este inframundo griego era un verdadero Más Allá al que viajaban las almas de los difuntos (psiqué), distinguiéndose ya en la obra de Homero entre un lugar oscuro y tenebroso que albergaba a las almas de los muertos (las llanuras de Asfódelos)y unos Campos Elíseos a los que accedían los héroes y quienes hubieran tenido una muerte honrosa, antecedente de lo que será el Paraíso para los cristianos. Hesíodo, por su parte, distinguirá igualmente entre un Hades subterráneo y un Tártaro aún más profundo -reservado a las almas de los malvados, los grandes condenados y los Titanes-, añadiendo en Los Trabajos y los días la llamada Isla de los Bienaventurados o de los Afortunados donde habitaría la cuarta raza, la de los héroes o semidioses, como los héroes de Troya. Esta isla se “democratiza” ya en época clásica, abriéndose a aquellos que hubieran sido justos en vida, estando vigente hasta la época imperial romana cuando Virgilio incorpora a La Eneida una detallada descripción topográfica del Hades sobre la que se apoyará la tradición medieval posterior. Esta visión grecolatina es ya una primera aproximación a los distintos mundos existentes en el Más Allá y al concepto de premio y castigo paralelo a la división entre justos y pecadores del cristianismo medieval.
Por otra parte, para la tradición judía el Más Allá es el Reino de los Muertos o Sheol, que también está relacionado con la idea de lo inferior, de lo que está debajo, por contraposición a lo que está arriba, el Reino de Dios, donde se hallan los santos y los elegidos. A ese Reino de los Muertos iban inicialmente todos los cuerpos y almas de los muertos, incluidos los patriarcas y altos dignatarios de la sociedad, a esperar el juicio divino. Sin embargo, ya en época de Jesús se introdujo una primera división en este reino: el Seno de Abraham, al que irían sólo las almas de los justos y de los patriarcas para esperar la llegada del Mesías, que los rescatará para que entren en el Reino de los Cielos tras su resurrección, cuando se producirá la reunificación del alma y el cuerpo -que fueron separados en el momento de la muerte- y del ser humano con Dios. Con esta división el Más Allá quedaría escindido entre un mundo subterráneo y un mundo superior, elevado, al que acudirán las almas de los justos participando en un banquete presidido por Abraham en las cercanías de una fuente. Junto a estos dos mundos existe en el judaísmo un tercer lugar: la Gehena, donde irán los condenados tras el juicio divino, ya sea para su tormento eterno o para su destrucción definitiva. La Gehena se asocia al fuego y a las tinieblas, y no se consideraba inicialmente como algo sobrenatural, sino como un lugar real de destrucción que se hallaba en Jerusalén: un valle situado cerca de Sión donde en época cananea había altares a Moloch, a quien durante mucho tiempo se ha creído que se sacrificaban niños. En época de Jesús era un crematorio y un vertedero, un lugar lleno de impurezas; y poco a poco el término Gehena fue adquiriendo ese significado de lugar de castigo para los inmorales, donde hay fuego y tinieblas y donde moran eternamente los malditos y los ángeles rebeldes.
Tres serán también los submundos del Más Allá para el cristianismo: Infierno, Paraíso y Purgatorio. El Infierno cristiano está dominado por el fuego eterno y las tinieblas, en él se escuchan gritos y ruidos espantosos y su olor es nauseabundo; un mundo en rojo y negro con montañas escarpadas, valles profundos, aguas malolientes, monstruos y demonios al que se accederá tras haber caído a un pozo o haberse despeñado por un precipicio resbaladizo, y en cuya parte más profunda habita Satán.
El Paraíso, al que irían inicialmente los creyentes y solo ellos, es, por el contrario, un lugar lleno de paz y alegría, donde los cinco sentidos se estimulan a través de las flores y la luz, de los cánticos melodiosos, de los suaves aromas, de las deliciosas frutas, del terciopelo de los tejidos. A veces, aparece rodeado de altas murallas de piedras preciosas que forman círculos concéntricos hasta llegar a su centro, donde reside Dios.
Esta dicotomía Infierno/Paraíso se verá truncada en la segunda mitad del siglo XII con la irrupción de un tercer espacio: elPurgatorio. Establecido oficialmente por la Iglesia hasta el año 1274, el Purgatorio se configura como un lugar independiente en el Más Allá que desaparecerá tras el Juicio Final y al que acudirán todas las almas a purgar sus pecados, permaneciendo allí más o menos tiempo en función de tres factores: la cantidad de pecados redimibles (no mortales) que se hubieran cometido en vida, los sufragios que los vivos pagaran por sus muertos (misas, limosnas, oraciones…), y la reducción derivada del pago de indulgencias a la Iglesia.
Un siglo más tarde, a mediados del XIII, este sistema tripartito se vio aumentado con el limbo de los patriarcas y el limbo de los niños. En el primero de ellos habitaban aquellos justos que vivieron antes de Cristo y no habían sido bautizados, los cuales fueron “rescatados” por Jesús cuando bajó a los infiernos y los envió al cielo; mientras que el segundo lo habitaban los niños que habían muerto sin bautizar. De esta manera quedó por completo configurada la división del Más Allá cristiano en cuatro niveles: arriba los justos, debajo de ellos las ánimas del Purgatorio, en tercer lugar, los habitantes del limbo y por último, abajo del todo, los condenados. Una jerarquía que se pondrá de manifiesto en el arte religioso, tanto en los manuscritos como en los frescos y pórticos de las iglesias y catedrales, cuando la Iglesia decidió aprovechar el temor humano al fin de los tiempos para incitar a los hombres a la conversión y educar a los fieles.
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