A lo mejor es que estamos todos muertos. Lo digo porque me voy fijando en las caras y en las ropas de los viajeros de este vagón de metro, con ese detenimiento de quien escruta la conducta humana para luego verter sus costumbres automáticas en crónicas que sirvan para algo más que matar el tiempo, y no puedo dejar de formularme las mismas preguntas: ¿viven o creen que viven? Las decisiones que toman, ¿las impulsa el razonamiento o tal vez vienen determinadas por una parte subconsciente descontrolada? Y las creencias que tan aguerridamente mantienen en las redes, con sus odios mortales y su navajazos dialécticos, ¿hasta qué punto las han reflexionado metódicamente, las han separado de sus tripas con la suficiente distancia para que no rezumen odio, insatisfacción y venganza? Tal vez tomados de uno en uno pueda parecer que no ignoran la existencia de un horizonte y un paisaje, pero vistos en grupo, embaulados a docenas en los coches del convoy, es evidente que respiran automáticamente, se rascan sin pensar y pulsan las teclas de sus celulares mientras ignoran el camino, las circunstancias e incluso la meta.
No voy ahora a presumir de ser yo, precisamente yo, lo opuesto y lo contrario, que puede que sea algo hipócrita, algo digamos embaucador, pero de ahí a militar frontalmente en el ejército de caraduras que viven de la simulación y el relativismo hay un abismo, una sima insondable llena de cadáveres, falsas promesas y discursos olvidados en el mismísimo momento de ser pronunciados: si soy involuntariamente subjetivo, si yo también estoy un poco muerto y un poco podrido, la verdad es que no es por voluntad propia, ni siquiera por descuido, que lo cierto y demostrado es que todo se pega, hasta lo malo, que decía mi abuela.
Ante este panorama de túnel sin luz al fondo, no soy el único que se ha adaptado al medio con la ferocidad del pirata: las gafas de sol me han permitido observar sin caer en la grosería al mundo de alrededor, al que encuentro, dicho sea de paso, cada día más gallináceo y chabacano. Por doquier (le pido al lector que valore esta locución adverbial tan demodé y tan bien traída a este espacio de muertos) la gente chilla como ganado conducido al matadero, se irrita por las opiniones vertidas por los demás como si no tuvieran derecho a la palabra y amenazan con todo tipo de castigos verbales y físicos a quienes no comparten su pasión por los nichos, las tumbas o los enterramientos en cal viva. Y es que nada separa más a un muerto de otro que su ubicación física a la espera del juicio final, en esa espera tensa de una resurrección de los despojos en que muchos, la mayoría, los otros, serán castigados, y nosotros, los que por falta de imaginación y de oportunidades nos aferramos a las reglas de obediencia, pobreza y castidad, seremos ensalzados al bando victorioso, merecidamente.
Y hasta aquí llego una y otra vez. Y no consigo ir más lejos, que me doy continuamente de bruces con una paradoja: si la mayoría de los muertos, equivocados sin duda en sus malas decisiones, seguramente arrastrados por un subconsciente maligno y perverso al que no prestan la atención necesaria para someterlo a norma, se van por el camino individual, egoísta y vano, ¿cómo es que esa mayoría todavía se permite pavonearse, ridiculizar al honrado y escupirle en la jeta con un desdén infinito? Saben que van a ser castigados, saben por qué y, sin embargo, les importa un pito y medio.
Habrá quien aducirá aquí, y yo no podré negarlo de acuerdo con la filosofía idealista, que en esta eternidad de la muerte ni existe el tiempo, ni la vida, ni nada, porque cuando todo es uno, ni hay partes, ni fragmentos, ni siquiera astillas. Que qué más da. Que al final el muerto al hoyo y el vivo al centollo. Que marzo ventoso y abril lluvioso hacen a mayo florido y hermoso. Que siempre hay un viento para un descosido y que quien siembra rotos recoge tempestades. Que no por mucho madrugar amanece más temprano. Que ande yo con pasta y critíqueme la gente. Que lo mismo me da, que me da lo mismo. Que en el país de los muertos, el más vivo es su rey. Y el más sinvergüenza, su primer ministro. Y la más puta es la que más bebe, que para eso se abren las tabernas. Y que en el fondo del fondo todos conocemos los escándalos muy bien y no nos importan demasiado, mientras tengamos, aun con las muelas podridas y la lengua bífida, asiento reservado y escasos remilgos.