El repugnante sufrimiento de la mujer en la historia y en la actualidad

La palabra misoginia está formada por “miseo”, odiar, y “gyne”, mujer. La misoginia es la actitud de odio, aversión y desprecio de los hombres a las mujeres. El hombre considera inferior a la mujer, lo que le lleva a degradarla y a pisotearla. El objetivo de la misoginia es la deshumanización de la mujer, llevándola tanto a lo más alto (la Virgen María de la creencia cristiana) como a lo más bajo (cualquier ramera). Es decir, una mujer ya sea calificada como “puritana” o “prostituta”, siempre será culpa de la mujer.

Esta creencia de que la mujer es inferior al hombre ha sido justificada por cuestiones religiosas, biológicas y pseudocientíficas. Las ciencias, las religiones, la ideología política y la mentalidad colectiva han distribuido las funciones sociales y han definido los conceptos de hombre y mujer.

Las mujeres de dichas casi todas las épocas estaban encarceladas en sus propias vidas, sin posibilidad ningún de desarrollo personal. Frustradas y culpabilizadas por nacer mujer vivían con ansiedad ante el miedo que la sociedad les suscitaba. El estereotipo femenino va más allá de la época y el estereotipo psicológico llega hasta la sociedad actual. Incluso los prejuicios marcarán la concepción sobre algunas enfermedades mentales que serán consideradas típicamente femeninas, como por ejemplo la histeria, que fue limitada a lo femenino.

Poesía de Jenny Londoño

Vengo desde el ayer, desde el pasado oscuro,

con las manos atadas por el tiempo,

con la boca sellada desde épocas remotas.

Vengo cargada de dolores antiguos

recogidos por siglos,

arrastrando cadenas largas e indestructibles.

Vengo de lo profundo del pozo del olvido,

con el silencio a cuestas,

con el miedo ancestral que ha corroído mi alma

desde el principio de los tiempos.

Vengo de ser esclava por milenios.

Sometida al deseo de mi raptor en Persia,

esclavizada en Grecia bajo el poder romano,

convertida en vestal en las tierras de Egipto,

ofrecida a los dioses de ritos milenarios,

vendida en el desierto

o canjeada como una mercancía.

Vengo de ser apedreada por adúltera

en las calles de Jerusalén,

por una turba de hipócritas,

pecadores de todas las especies

que clamaban al cielo mi castigo.

He sido mutilada en muchos pueblos

para privar mi cuerpo de placeres

y convertida en animal de carga,

trabajadora y paridora de la especie.

Me han violado sin límite

en todos los rincones del planeta,

sin que cuente mi edad madura o tierna

o importe mi color o mi estatura.

Debí servir ayer a los señores,

prestarme a sus deseos,

entregarme, donarme, destruirme

olvidarme de ser una entre miles.

He sido barragana de un señor de Castilla,

esposa de un marqués

y concubina de un comerciante griego,

prostituta en Bombay y en Filipinas

y siempre ha sido igual mi tratamiento.

De unos y de otros,  siempre esclava.

de unos y de otros,  dependiente.

Menor de edad en todos los asuntos.

Invisible en la historia más lejana,

olvidada en la historia más reciente.

Yo no tuve la luz del alfabeto

durante largos siglos.

Aboné con mis lágrimas la tierra

que debí cultivar desde mi infancia.

He recorrido el mundo en millares de vidas

que me han sido entregadas una a una

y he conocido a todos los hombres del planeta:

los grandes y pequeños, los bravos y cobardes,

los viles, los honestos, los buenos, los terribles.

Mas casi todos llevan la marca de los tiempos.

Unos manejan vidas como amos y señores,

asfixian, aprisionan, succionan y aniquilan;

otros manejan almas, comercian con ideas,

asustan o seducen, manipulan y oprimen.

Unos cuentan las horas con el filo del hambre

atravesado en medio de la angustia.

Otros viajan desnudos por su propio desierto

y duermen con la muerte en la mitad del día.

Yo los conozco a todos.

Estuve cerca de unos y de otros,

sirviendo cada día, recogiendo migajas,

bajando la cerviz a cada paso,

cumpliendo con mi karma.

He recorrido todos los caminos.

He arañado paredes y ensayado cilicios,

tratando de cumplir con el mandato

de ser como ellos quieren,

mas no lo he conseguido.

Jamás se permitió que yo escogiera

el rumbo de mi vida

y he caminado siempre en una disyuntiva:

ser santa o prostituta.

He conocido el odio de los inquisidores,

que a nombre de la “santa madre Iglesia”

condenaron mi cuerpo a su sevicia

o a las infames llamas de la hoguera.

Me han llamado de múltiples maneras:

bruja, loca, adivina, pervertida,

aliada de Satán,

esclava de la carne,

seductora, ninfómana,

culpable de los males de la tierra.

Pero seguí viviendo,

arando, cosechando, cosiendo

construyendo, cocinando, tejiendo

curando, protegiendo, pariendo,

criando, amamantando, cuidando

y sobre todo amando.

He poblado la tierra de amos y de esclavos,

de ricos y mendigos, de genios y de idiotas,

pero todos tuvieron el calor de mi vientre,

mi sangre y su alimento

y se llevaron un poco de mi vida.

Logré sobrevivir a la conquista

brutal y despiadada de Castilla

en las tierras de América,

pero perdí mis dioses y mi tierra

y mi vientre parió gente mestiza

después que el castellano me tomó por la fuerza.

Y en este continente mancillado

proseguí mi existencia,

cargada de dolores cotidianos.

Negra y esclava  en medio de la hacienda,

me vi obligada a recibir al amo

cuantas veces quisiera,

sin poder expresar ninguna queja.

Después fui costurera,

campesina, sirvienta, labradora,

madre de muchos hijos miserables,

vendedora ambulante, curandera,

cuidadora de niños o de ancianos,

artesana de manos prodigiosas,

tejedora, bordadora, obrera,

maestra, secretaria o enfermera.

Siempre sirviendo a todos,

convertida en abeja o sementera,

cumpliendo las tareas más ingratas,

moldeada como cántaro por las manos ajenas.

Y un día me dolí de mis angustias,

un día me cansé de mis trajines,

abandoné el desierto y el océano,

bajé de la montaña,

atravesé las selvas y confines

y convertí mi voz dulce y tranquila

en bocina del viento

en grito universal y enloquecido.

Y convoqué a la viuda, a la casada,

a la mujer del pueblo,  a la soltera,

a la madre angustiada,

a la fea, a la recién parida,

a la violada, a la triste, a la callada,

a la hermosa, a la pobre, a la afligida,

a la ignorante, a la fiel, a la engañada,

a la prostituida.

Vinieron miles de mujeres juntas

a escuchar mis arengas.

Se habló de los dolores milenarios,

de las largas cadenas

que los siglos nos cargaron a cuestas.

Y formamos con todas nuestras quejas

un caudaloso río que empezó a recorrer el universo

ahogando la injusticia y el olvido.

El mundo se quedó paralizado

¡Los hombres sin mujeres no caminan!

Se pararon las máquinas, los tornos,

los grandes edificios y las fábricas,

ministerios y hoteles, talleres y oficinas,

hospitales y tiendas, hogares y cocinas.

Las mujeres, por fin, lo descubrimos

¡Somos tan poderosas como ellos

y somos muchas más sobre la tierra!

¡Más que el silencio y más que el sufrimiento!

¡Más que la infamia y más que la miseria!

Que este canto resuene

en las lejanas tierras de Indochina,

en las arenas cálidas del África,

en Alaska o América Latina.

Que hombre y mujer se adueñen

de la noche y el día,

que se junten los sueños y los goces

y se aniquile el tiempo del hambre y la sequía.

Que se rompan los dogmas y el amor brote nuevo.

Hombre y mujer,  sembrando la semilla,

mujer y hombre tomados de la mano,

dos seres únicos, distintos, pero iguales.

. Eulogio González Hernández.

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