Miguel Hernández, sin duda, fue el intelectual que más dió por la República, ¡claro!, teniendo en cuenta que lo hizo sin nada a cambio, o sea, luchó por la República Española solo de corazón. Esto es importantísimo, porque en desmedida hipocresía e incoherencia todos, en resumidas cuentas, piden el oro y el moro para mover libre o voluntariamente un solo dedo por algo. ¡Las cosas como son!
Lo humilde como persona y sus sobreesfuerzos en la poesía y en el panorama político de España no fueron suficientes para que, a Miguel Hernández (Orihuela, 1910 – Alicante, 1942), se le respetara siquiera el derecho a vivir. Y es que, a decir verdad, lo sencillo o el demostrar las cosas limpiamente choca contra la hipocresía de todo. ¿Qué haría, por ejemplo, un Lorca tan asombrado por la naturaleza y por el compromiso a unos valores humanos en esta sociedad de ahora enviciada por las reglas de la imagen, de la apariencia y por el ansia de cualquier poder? Seguramente sentir rechazo y, por consiguiente, ser un «desagradable» para muchos que no le reconocerían nada a pesar de que, una vez enterrado, sí le valorarían de una forma incoherente; lo que justificaría, así, el haberlo pisoteado.
Miguel Hernández confiaba en el ser humano y en su corazón, pues le era muy difícil concebir que sus profundos sentimientos les fueran motivos de sufrimientos. Luego su alegría desbordante desde niño (creyendo que los buenos sentimientos no recogerían nada malo) fue decantándose por los desengaños o por las heridas, una tras otra, que debía de asumir sin más remedio: lo harían a él un inocente doloroso, un «extraño maldito» porque se rebelaba, se rebelaba su indignada inocencia frente a las tan difundidas bondades humanas.
Él mismo escribe: «Soñador, como tantos, quiero ir a Madrid» (carta de noviembre de 1931 a J. R. Jiménez). «Un detalle: Madrid no es como yo soñaba» (carta de 2 de diciembre de 1931 a Ramón Sijé). «Prefiero reírme de estado, y del Estado. Las grandes injurias de grandes empresas» (carta de octubre de 192 a J. Martínez Arenas). «Con mis poemas he logrado un libro que me ha valido algunos elogios, no pocas vergüenzas, y demasiada incomprensión» (carta de 7 de junio 1933, al alcalde de Orihuela). «Hay mucha mentira en todo, querido Carlos. Estoy sufriendo cada desengaño con amigos que he creído generosos y perfectos» (carta de febrero de 1936 a Carlos Fenoll).
Cuando regresaba de su primer viaje a Madrid perdió para colmo sus zapatos, burlado le esperaba la burla del pueblo, y más burlas le esperaban en adelante: «Como el toro burlado he nacido…» (lo que escribía no se equivocaba, ya había aprendido o experimentado mucho para equivocarse; y aun renunciando al juego sucio de tantos que sin reticencias utilizaban una doble moral o una inacabable hipocresía, algo que no era de su condición).
Desde el principio, poco a poco, deparaba la poesía como una «interior cadena de suspiros», de anhelos (primero humanísticos, luego religiosos, luego amorosos, luego políticos); pero no rehusando de él mismo, de su atrevimiento descubridor del ser humano. Con adversidades constantes, casi todas generadas por la gente que le rodeaba, de ingratitud, de desprecio, de incomprensión, hizo una obra incomparable.
Solo el valor le acompañaba (a veces este tipo de personas fracasan en el triunfo social por la carencia de astucias, ya que la consecución de cualquier triunfo social requiere alguna astucia lamentablemente), siempre, a este «ángel en rebelión» que no transigía, ¿por qué debe transigirse lo injusto?, ¿por qué?, y lo sentenciaba: «No me conformo: no, que desespero». «No perdono a la muerte enamorada, ni a la vida ni a la nada», etc. Sí, sin perdón a tantas actitudes maléficas, puesto que los sentimientos no pueden perdonar a muchas cosas que destruyen al buen corazón, ni olvidar sus raíces, ni olvidar tantos hechos irresponsables o desalmados, ¡eso es!
No se puede participar en tal inhumana complicidad del aceptar «lo injusto vivido», porque ya la crueldad no se defienda o se justifique por el consentimiento o por la resignación. Fue humilde, defensor siempre de lo esencial (sin doblez), valiente y no cómplice (jamás) ni siquiera de la hipocresía o del cinismo.
José Repiso Moyano