Las 7 de la mañana, suena el despertador. Abres los ojos y sientes presión en el pecho, otro día luchando contra ti misma. Al tocar tu estómago percibes un nudo, como una cuerda invisible apretándote. Frente al espejo, la imagen que ves no es solo la de una persona con sobrepeso, sino la proyección de años de gordofobia que enseñaron que tu cuerpo es un fracaso (1,3).
Mientras te vistes, suena el móvil. Laura envía una foto: “detox en 7 días, derrite la grasa en 48 h”. Los cuerpos esculpidos del anuncio gritan que la delgadez es sinónimo de éxito. Esa presión es violencia estética, la imposición de un canon de belleza que exige obediencia corporal (1,3,5).
Al subir al coche, carteles de hamburguesas, patatas y pizzas con colores brillantes y slogans como “sabor sin culpa” te tientan, reforzando la idea de que la comida es recompensa. Esa sobreexposición alimenta la cultura de dieta, que convierte el placer en transgresión (1,4,5).
En la radio, una “experta” sin título promociona suplementos de omega-3. Pueden ser útiles para la mente si provienen de alimentos, pero el segmento es estrategia comercial, no recomendación científica (1,5,6).
De camino al trabajo pasas por una tienda de ropa y piensas si habrá sección “plus size”. Buscar una prenda que te quede bien se ha vuelto una prueba de dignidad; las miradas devuelven una sonrisa incómoda, como si tu cuerpo fuera una anomalía a corregir. Esa experiencia refleja la gordofobia estructural en espacios públicos y de consumo (3).
En la oficina, un compañero menciona su nueva “dieta keto” y te pregunta si has probado el ayuno intermitente. Tu jefe anuncia un “programa de bienestar” con retos de pasos y conteo de calorías. El ambiente está cargado de expectativas sobre cómo deberías comer y “controlar” tu peso. La salud parece medirse en números y el cuerpo, vigilarse. La discriminación por peso eleva el cortisol y aumenta el riesgo de depresión (1,3,7).
Una punzada de culpa te atraviesa, anticipando otro atracón. La presión de la dieta, la culpa acumulada y el estrés laboral crean una cuenta atrás hacia el descontrol (2,5).
El olor del comedor te golpea. Te sirves una gran porción de pasta cremosa sin pensarlo. Cada cucharada se siente como una liberación, pero la culpa vuelve con fuerza. El trastorno por atracón se define por esa pérdida de control seguida de vergüenza y angustia; no es falta de voluntad, sino una respuesta emocional a un entorno que te hizo creer que el cuerpo es lo único que puedes controlar. La inflamación crónica y la alteración de la microbiota influyen en la química cerebral, alimentando bajos estados de ánimo (1,2,5).
En la hora del café ves a Laura, “la mujer modelo”. Mientras come una palmera de chocolate, dice sentirse culpable. Le respondes “¿Un dulce arruina todo?”. Sin saberlo, Laura describe la cultura de dieta, convirtiendo el placer en amenaza y sugiriéndote que deberías comer menos para sentirte mejor (3,5).
Recuerdas los consejos recibidos: masticar mucho, comer en platos pequeños, evitar pantallas… En teoría ayudan, pero para ti son fuente de ansiedad. Cada intento de “masticar despacio” dispara el pensamiento de que, si no lo haces bien, estás fallando. Comer se convierte en una prueba de voluntad. Esa tensión diferencia al trastorno por atracón de un simple exceso de ingesta: el descontrol no radica solo en la cantidad de comida, sino en la incapacidad de gestionar la respuesta emocional que la comida desencadena (1,2,5).
Llegas a casa y el silencio no es compañía, solo aumenta la presión interna. Abres la nevera, coges una barrita y todo se desborda. Comes sin parar; tus manos tiemblan, el corazón late fuerte, sientes náuseas, pero también un momento de placer. La autocrítica y culpa regresan: “Fracasada”, “Siempre igual”, “Te lo mereces” (1,2,3).
Cansada, buscas una salida y consultas en el móvil: “vitamina D y depresión”, “yodo y cognición”, “hierro y cansancio”, “B12 y ánimo”. Descubres que la deficiencia de vitamina D se relaciona con depresión y problemas de sueño; la falta de yodo provoca hipotiroidismo, fatiga y lentitud mental; la anemia o la escasez de vitamina B (folato, B6, B12) afecta la síntesis de serotonina, generando irritabilidad y falta de concentración. La larga lista de nutrientes necesarios te abruma. Esa noche, los pensamientos no cesan: “¿Qué dirán mañana? ¿Qué pasa si sigo así?” La culpa pesa, el insomnio empeora y la falta de descanso intensifica la irritabilidad, la tensión muscular y la presión en el pecho (5,7).
Un vídeo de una influencer habla de “autoaceptación”. Sus palabras resuenan, pero también revelan que la inspiración no basta. Necesitas apoyo profesional. La terapia cognitivo-conductual y el acompañamiento de un nutricionista especializado han demostrado ser eficaces para aliviar la carga emocional que la gordofobia y la cultura de dieta imponen (1,2,5).
Los trastornos de la conducta alimentaria no se tratan solo de “qué o cómo comer”, sino de intentos desesperados por controlar lo incontrolable: emociones, estrés, inseguridades y traumas. Comentarios ajenos, incluso “por tu bien”, pueden volverse armas que refuerzan la culpa y el aislamiento. Reconocer que el problema va más allá de la dieta y buscar apoyo profesional no es debilidad; es clave para sanar la relación cuerpo y mente. Si algo de esto te resuena, pide ayuda. No estás sola y la recuperación es posible (1,2,5,7).
Bibliografía:
1. NIMH 2024 – Trastornos de la alimentación: Lo que debe de saber.
2. MSD 2022 – Trastorno por atracón.
3. Instituto Canario de Igualdad 2020 – Guía básica sobre gordofobia.
4. Rev. Nutrición Clínica y Metabolismo 2022 – El rol de la nutrición en la salud mental y los trastornos psiquiátricos: una perspectiva traslacional.
5. CPEN 2019 – Alimentación consciente o mindfuleating.
6. Salud, Ciencia y Tecnología 2023 – La importancia de la alimentación consciente en el abordaje de la obesidad: una revisión bibliográfica.
7. Revista Prisma Social 2025 – Acercamiento cualitativo al trastorno por atracón: Del afrontamiento al estigma social.








