Con toda probabilidad, tras lo visto en estos últimos meses dentro de panorama nacional e internacional, no haga falta señalar ni establecer tesis con las que legitimar nuestra opinión acerca de las derivas en las decisiones colectivas. Resurgimientos vergonzantes a expensas de los cuales se tiene la tentación de trazar comparativas entre épocas, edades y periodos de la historia que consideramos superados. Épocas que desde este último eslabón del tiempo creemos poder juzgar con veredicto añadido.
Sucede esto al repasar una y otra vez la historia y la mezquindad de los opinantes que confunden lo esencial con la simpleza, además de juzgar en base a unas constantes de posición contextualizadas en el ahora y no en los canales en los que tuvo su desarrollo.
Viene este asunto al caso dándose en la inhiesta apostura de quien en el desconocimiento levanta el entibo de la posición incontestable, por el mero hecho de herirse con argumentos que tiene que ver con la puesta en el escenario del tiempo lo que sucedió, dónde sucedió y por qué lo hizo. Conocer, no es participar necesariamente.
Desde este ángulo y cautivos de esa tentación se antoja necesario redundar, como eje vertebrador, en ese omnipresente teocentrismo que todo lo inundaba en la sociedad del románico –auspiciado y alentado por los estamentos privilegiados- a través del cual la alta edad media articulaba su existencia y sustanció, tanto en el arte como en lo inmaterial y los costes de pertenencia al estado llano. Un carácter teocéntrico el de aquella sociedad que no entraba en cuestión ni sobre el que se dudaba.
Pero toda época tiene su deidad a partir de la cual se construye un pensamiento. En ésta, la nuestra, el dinero, la indiferencia como norma de comportamiento, la liturgia del consumo voraz y el miedo a la diferencia validado en la autoproclamación de estirpe “salvadora” conforman una amalgama precisa y compacta que anula la capacidad de ceremonias y leyendas contemporáneas para convertirse en sucesos y realidad incomprensible.
Lo inaccesible ha dejado de tener ese carácter mágico que articuló el románico e incluso el gótico –ya veremos que ocurre en épocas posteriores- para convertirse en objeto consumible. El acceso a los lugares de privilegio se adquiere en taquilla o en virtud de la tenencia pecuniaria.
Durante la edad media ese lugar de privilegio, catalizado en su cúspide en el lugar sagrado, fue un lugar común con intercambio de liturgia interior-exterior y viceversa. Y es que no fueron pocas las actividades que, surgidas de la vida campesina, entraron al templo y se sacralizaron del mismo modo que se trivializaron y convirtieron en mundanas otras iniciadas bajo techo sagrado. El templo fue lugar común, de ahí que fuera necesario instruir, hacer saber qué se dictaba y cómo. Claro que muchos pensaran que hoy no existen tales canales de influencia y anulación del pensamiento…dejo paréntesis para la reflexión…Bien.
La sociedad alto medieval fue, como lo es hoy según parece, una sociedad cuya memoria visual era infinitamente más eficaz que la verbal si no fuera, dicho sea de paso, por un analfabetismo endémico. En todo caso, este hecho nos ha procurado el caudal de imágenes, pinturas, esculturas y relieves al servicio de la arquitectura del templo y el monasterio que hoy seguimos disfrutando, donde todo atendía a un orden estricto y sencillo para la comprensión. No hubo demasiadas cábalas, pero si un punto de poética de las formas más expresivas que naturales que siempre anduvo relacionado con lo humano aunque pudiera sospecharse lo contrario; el artista incluso llegó a anularse en su identidad frente a la colectividad. Aún así, fue Arte sin duda. Arte con mayúsculas que supo crear un universo simbólico surgido de ello sin decaer en la expectativa de querer conocer y dejar al albur de la interpretación lo que parecía resuelto por la iconografía. Así, el misterio no se alentó para esconder sino para indagar. La numerología estructuró formas con alusiones espirituales y tangibles –trinidad, puntos cardinales, pentágonos…-
De tal forma, el orden tenía una pauta precisa. La jerarquía de las narraciones visuales situaban el protagonismo y entidad de los presentados, que no representados, en diferencia de tamaño, estableciendo una línea de contemplación entre lo mágico y lo mundano. El lugar de privilegio era accesible, sí. Y es por eso que alentó la iconografía, que proliferó y creo señas de identidad pero también de doctrina. El arte fue para la gente, en lugar sagrado eso sí, donde la mojigatería tuvo menos presencia de la que hoy podríamos pensar. En el lugar de lo sagrado se presentaba el juicio de los justos e injustos, su ubicación respecto al Cristo humano de talla en piedra o mural al fresco; también, junto a esto se advertía iconografía de rito pagano que pesaba las almas diferenciando pasiones y pureza…
Capiteles, tallas, relieves, machones, frescos, color, hieratismo y símbolos que conformaron un universo de imágenes no perdidas para una sociedad estamental, analfabeta y por supuesto, carente del “entusiasmo” que hoy gobierna nuestras vidas cargadas de “razón” y “ausentes” de cualquier horizonte; vidas “presas” del juicio y desde luego dirigidas a los aborregados…nada que ver con el idílico presente que sostiene nuestra sociedad, de cuyo acervo cultural quedará todo, sin doctrina alguna y fruto de nuestra libertad…