Arte en la revolución

Gilles Deleuze, uno de los más destacados filósofos, pensadores y críticos del siglo XX, señaló que El pensamiento funciona a partir de algo que lo violente.  Y es que volviendo a la pertinaz necesidad de advertir el lenguaje y su conocimiento como vehículo indispensable a través del cual el pensamiento se agiliza en acción, de igual forma deviene en arma que anula cualquier facultad de comprender. ¿Qué violenta tanto como para hacer necesario  un pensamiento? Sin duda la inconformidad, los ataques contra la población o la depravación institucional como ejemplos al respecto.

Lo inmediato y el apremio por saciar deseos caprichosos del momento, sin embargo, resultan más poderosos hoy que el asentamiento de unas bases sólidas como sociedad fruto del pensamiento crítico –para lo que es indispensable tanto el análisis como  el conocimiento que procura conclusiones-. Así, el mercado ofrece ese premio inmediato, en forma de deseo cumplido, a modo de entrega sometida al que el grueso de la población recurre como tabla de salvación, capaz de plegarse a nuestros deseos a cambio de pueril satisfacción. Y es que el capitalismo permite bulas al pensamiento. Porque el ahora es lo único existente y tan sugerente idea es producto de compra directa con extrema facilidad. Y si el presente es deseo con tendencia a cumplirse en el mercadeo ¿A quién y para qué interesan relatos pasados y conjeturas futuras que puedan advertirnos sobre la gravedad de todo cuanto acontece?

Visto lo visto, la indiferencia  de ciudadanos y ciudadanas ante la posibilidad de conformación de una sociedad madura, limpia, libre y digna a expensas del compromiso y empuje individual produce estupor. El mercado que los ampara no sólo satisface anegando la voluntad de pensamiento objetivo, también subyuga, y lo que es peor, consigue que el “esclavo” defienda sus cadenas como un bien ganado a pulso.

Abocados a una sociedad de conformidad ante el horizonte de empeoramiento, cuyos artífices tienen nombre propio, los estados desde lo privado pergeñaron  hace tiempo la estrategia…¿Qué es el fascismo?: “La propiedad del Estado por parte de un individuo, grupo, o de  cualquier otro que controle el poder privado” declaró el mismísimo presidente americano Roosevelt al ser preguntado. En efecto los  códigos del ultra ultraliberalismo se han impuesto defendidos y jaleados incluso por los damnificados por sus efectos. Nadie arriesga lo poco o nada que cree tener.

¿Para qué conocer la historia si no volverá aunque volvamos a repetirla en sus perores episodios?  ¿Para qué la cultura con finalidad colectiva como agitadora de movimientos trasformadores desde todas sus formas? Para nada. O sí. Pero para nada en este panorama global que ha asimilado la posmodernidad como engañoso reflejo de avance.

Nos han ido calentando a fuego lento hasta cocernos del todo sin esperanza de retorno. La cultura nos posiciona, el arte ofrece visibilidad, o al menos la ofreció acerca de cuestiones que debían plantear debate en la sociedad. La posmodernidad niega esa opción atesorando para las élites la óptica desde la que la ciudadanía ha de mirar y opinar. De ahí que, ante la necesidad de conocimiento y la necesidad de pensar, las castas usurpadoras del Estado, propongan y programen los intereses estéticos, culturales y plásticos, sobre todo estos últimos, que debemos aceptar. Nos dan pensadas, incluso, las categorías de la rebeldía y la entidad el reconocimiento. El lenguaje, cautivo por los perversos, cambia sustantivos y propuestas de artistas para pasar a ser creadores en un determinado momento de la historia; creído esto, la posmodernidad anula el término al de simple productor con categoría de excelencia.

No interesa el pensamiento, sino persuadir a través de lo alejado pero resuelto. Es por eso que, convertidos en élites, medianos productores y gestores culturales tan afines en sus denominaciones al lenguaje financiero, sus actividades, con carácter de competencias asumidas, enajenan de visibilidad a los artistas y creadores; consiguen alejar a los ciudadanos y ciudadanas del conocimiento del por qué acerca de determinadas manifestaciones plásticas que conforman una parte importante de la cultura de la que debieran ser protagonistas, sin que sea posible preguntarse en qué condiciones se produce el mal llamado arte contemporáneo y los recursos necesarios para su consecución.

La contradicción es manifiesta. Así,  nos obligan a pensar y más que eso, a creer, que el mundo es imagen. Sólo imagen (ahora de uso fugaz) fuera de cualquier margen para el reposo que necesita el pensamiento y la reflexión verbalizada. Y es que delegada la cuota de poder cultural a  niveles de éxito fabricado como medida de interés, las castas dirigentes de siempre y ahora, usurpadoras de lo público desde lo privado, gobiernan hasta el pensamiento artístico; tal vez, el más libre, pero el más silenciado del sistema, cuando no acallado. Fuera de ellos, el arte y la cultura son tratados sin tratamiento alguno, no vaya a ser que lleguen a prefigurarse  voces e imágenes de verdadero interés que obliguen a matricularse al personal en másteres que, al menos, aparenten saber lo que desconocen…voces violentadas que, volviendo a Deleuze, sean capaces de agitar el pensamiento colectivo, desde los pequeños respiraderos del ahogo inminente,  hasta catalizarse en verdadera y necesaria revolución.

Juan Antonio Tinte

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