Texto: Yolanda Barreno
La Italia de los siglos XV y XVI, momento de esplendor de las grandes familias como los Médici (1434 – 1537) estaba territorialmente fragmentada en una pluralidad de estados, de distinto carácter político y con un desarrollo económico y cultural también muy dispar. De esta manera, aunque la mayoría de la población italiana seguía siendo rural (entre el 75 y el 90% de la población), con una amplia masa de campesinado, las ciudades van a empezar a tener un extraordinario desarrollo, atrayendo a un número cada vez mayor de campesinos que migran hacia ellas y que van a permitir el crecimiento de varios burgos, que sobrepasarán con creces los 200.000 habitantes: Venecia, Milán, Roma, Palermo, Messina y Nápoles, además de una Florencia que tendrá un gran crecimiento artístico y económico.
Esto va a suponer también una serie de cambios importantes en la estructura social: los gremios artesanales van perdiendo importancia y los nuevos ricos burgueses ponen sus ojos en las afueras de las ciudades, proveyéndose de fincas y residencias que les garanticen alimentos a bajo coste y beneficios económicos, y les aporten, al mismo tiempo, prestigio social. Esta situación acrecentó las diferencias entre ricos y pobres, denominados “miserables” en lenguaje florentino.
A pesar de que se tienen pocos datos de la vida de la plebe, la enorme brecha existente entre los grupos sociales se va a poner de manifiesto en una serie de aspectos como la vivienda, el mobiliario o la gastronomía.
Buscando techo
En cuanto a la primera, las diferencias se aprecian ya desde el exterior, tanto en su tamaño como en los materiales de construcción: En la escala más baja encontramos las casas de los obreros, muy similares a las de los campesinos: casas bajas, de una sola planta, con pocas o ninguna ventana (por lo que son oscuras y están poco ventiladas) y con una sola habitación en la que convive toda la familia. Son casas que cuentan con un mobiliario escaso y muy sencillo: un arcón en el que guardar la ropa, varios jergones que se apilan durante el día, un caballete que hace las veces de mesa desmontable, y alguna silla muy rudimentaria.
Similares son las viviendas de los artesanos y pequeños comerciantes, aunque en este caso constan de dos plantas: una a ras de suelo o como semisótano, en la que se instala el taller o la tienda, y una planta superior de una habitación que suele tener un pequeño balcón de madera y que hace las veces de comedor, alcoba y cocina.
En cuanto a las casas de los burgueses, estas van creciendo hacia arriba añadiéndose más pisos: en la planta baja se sitúa la cocina (que al principio estaba en la superior), hay otra planta con una sala de estar y una tercera con la alcoba. Los comerciantes más prósperos tienen viviendas más altas, con cuatro o cinco pisos, y varias habitaciones. En su mobiliario encontramos ya cajones que funcionan como somier y mesillas, en las que se colocan artículos de aseo, y en las de la burguesía acomodada se instalan camas con ruedas para los sirvientes, que durante el día se ocultan bajo la cama grande de los señores, un aparador con vajilla y artículos de plata en el comedor y una mesa desmontable de mejor calidad.
Por último, la aristocracia y la alta burguesía construyen lujosos palacios en los que la piedra e incluso el mármol es el material predominante. Son casas decoradas al estilo de la época para cuyo diseño se recurre, en el mejor de los casos, a arquitectos de prestigio como Brunellesci. El lujo se pone de manifiesto en estos palacios donde podemos apreciar camas con dosel cubiertas por mantas de marta cibelina y presididas en su cabecera por una madonna, joyeros, armarios para guardar las armas, aparadores con lujosas vajillas y artículos de oro y plata, y, sobre todo, una rica decoración en las estancias, con pinturas murales y todo tipo de tejidos: tapices, alfombras, fundas para las sillas, cortinas, cobertores de terciopelo, etc.
Diferencias en el plato
También encontraremos muchas diferencias entre ricos y pobres en la gastronomía, tanto en el tipo de alimentos como en su variedad y preparación. Así, las familias humildes consumen básicamente legumbres (lentejas, garbanzos, habas y un tipo de judía de origen griego llamada dolikhos), mijo y gachas preparadas con trigo sarraceno y leche o aceite de oliva o de nuez. También castañas, algo de pescado y de carne de caza (hasta que en el siglo XVI se prohíbe y se convierte en un manjar exclusivo para las clases privilegiadas) y, ocasionalmente, algo de cordero o de cerdo. También forman parte de su dieta el pan negro (de espelta, mezclado con mijo o habas trituradas) o moreno (mezcla de centeno y cebada) y el vino corriente de mesa.
Las familias acomodadas, por su parte, consumen una mayor variedad de alimentos: pasta con queso parmesano (macarrones, gnocchi, raviolis, canelones, lasaña), carnes variadas (vaca, ternera, algo de caza), pescados (lucio, esturión, anguila, carpa, tenca) preparados de distintas maneras (hervidos, fritos, a la brasa y asados), ostras y mariscos, ensaladas, frutas, pan blanco y vino de la mejor calidad, como el Chianti o el Cinque Terre. Y en el escalafón más alto, las grandes familias, los monarcas y el Papa, tienen en sus cocinas importantes cocineros que van a dejar constancia por escrito de sus mejores recetas, publicándose en esta época los primeros libros de cocina.
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