España está sentada encima de una bomba de relojería a la que casi nadie presta atención pero que, tarde o temprano, estallará. Me refiero a la deuda pública, que está desbocada por encima del 125% del PIB. Nuestra deuda 1,43 billones, es decir: 1,43 millones de millones implica que cada habitante de nuestro país, debe unos 30 millones de euros. Una auténtica bestialidad que hipoteca nuestro futuro, y sigue creciendo pues gastamos más que el crecimiento de los ingresos; por lo que hay que endeudarse aún más para financiarlo. Bruselas considera que el mayor gasto público es la alternativa menos mala, pues en una situación tan excepcional sufrida en 2020 por la pandemia, evitaría una recesión e incentivaría una rápida recuperación.
En cualquier economía, incluso la doméstica, cuando los ingresos no son suficientes a pesar de haberlos aumentado (subida de impuestos), lo que procede es aminorar los gastos, distinguiendo entre un gasto imprescindible y un gasto necesario, pues algunos de éstos, seguramente sean prescindibles si la deuda es mucha y aumenta cada día. Quizá haya una explicación de por qué España necesita veintidós ministerios cuando Francia tiene dieciséis, y Alemania, con casi el doble de población, le bastan catorce. Pero nuestro gobierno no ofrece explicación alguna y los ciudadanos tienen buenas razones para creer que, esa mastodóntica administración, con su ejército de asesores, es parte de lo que los españoles conocemos como el chiringuito nacional. Esto es: el paraíso burocrático e institucional creado por una clase política empeñada en que los contribuyentes paguemos la factura de sus excesos.
Es un mal de siempre, no de ahora. Ha sucedido con los distintos gobiernos de ideología distinta. Pedro Sánchez remodeló su gobierno cambiando unos ministros por otros, pero dejó intacta una estructura que no ha dejado de engordar desde que llegó al poder. Mientras los españoles perdían sus empleos, y miles de negocios cerraban, el líder socialista aumentaba el número de asesores nombrados a dedo. Pedro Sánchez tiene más de 300 asesores contratados, la mayor cifra de la democracia con un aumento del gasto del 52% en apenas dos años. Esta corte de asesores, incluidos los de sus ministras/os, son sólo una pequeña parte del despropósito administrativo español. Súmenle tinglados parecidos en los ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas; enchufados en universidades o empresas de titularidad estatal; o el reparto de puestos en organismos internacionales y embajadas. ¿Tienen la preparación suficiente? ¿Hay otros candidatos mejor posicionados? No es problema: de los elegidos se espera, sobre todo, lealtad al partido.
Nuestros políticos, que no se ponen de acuerdo en nada, sí coinciden en su oposición a cualquier reforma de calado que acabe con la gigantesca agencia de colocación en la que han convertido la función pública. Es lo que un conocido me describió en una ocasión como la política de la tortilla: unos y otros aceptan el statu quo, conscientes de que los votantes le darán la vuelta a la tortilla en algún momento y llegará su turno de ser los beneficiados. La gestión de los recursos públicos requiere de continuidad, seguridad frente a la arbitrariedad política, mérito en sus responsables y profesionalización. Los gobiernos tienen todo el derecho a escoger directamente a ministros y cargos de confianza, pero la gestión de las instituciones públicas, pagadas por todos, debe estar en manos de gestores de demostrada valía. Los cargos de quienes hacen bien su trabajo deben estar protegidos, extendiéndolos más allá de los mandatos de partidos o procesos electorales.
En tiempos de crisis, la austeridad y mesura son obligadas; el derroche, inaceptable. España necesita una profunda reforma de la administración, largo tiempo demorada, que tendrá una nueva oportunidad con la llegada de los fondos europeos para paliar los efectos de la pandemia. Pero su impacto será mínimo si no va acompañada de reformas legislativas que impidan la parasitación de los organismos estatales, una mejora de la ley de transparencia que nos permita saber a qué se dedican los recursos públicos y el destierro del concepto patrimonialista de las instituciones. Mientras los españoles solo denunciemos las estructuras oportunistas de nuestros adversarios políticos, aceptando las creadas por el partido que apoyamos, los políticos seguirán cómodamente instalados en medio de la refriega. Y enviándonos a todos, cada mes, la factura del chiringuito nacional.
Miguel F. Canser