En los actuales tiempos sociales y políticos que vivimos se nos hacen a menudo llamadas a la cordura y al distanciamiento sereno, al sosiego en la reflexión y en la palabra. Esta reacción comprensible se debe, sin duda, a las graves carencias que venimos padeciendo en este orden de cosas. La racionalidad y el debate mesurado están prácticamente inexplorados en la práctica política, y muchas veces también en el ámbito ciudadano.
La contención, la tolerancia y la prudencia son las virtudes principales que se integran en el cortejo que acompaña al combate contra la crispación. Pero la crispación actual –en la escena política y en la convivencia ciudadana- esconde algo que está más allá de los excesos formales. Precisamente hay que buscar sus claves en la carencia de ideas, en la pobreza de los contenidos, de los valores y actitudes personales y colectivas. La grandilocuencia crispada y ofensiva suele encubrir muchas de esas penurias. La agresividad de los discursos acostumbra a ser inversamente proporcional al nivel de los contenidos. Y la acritud descalificadora en tantos debates políticos es una rémora que retarda el crecimiento pleno de una democracia pujante.
Nos queda, sin embargo, un ancho y positivo camino por recorrer: el de mantener una perspectiva global sobre los problemas -más allá de la anécdota personal o la batallita partidista- Ello nos ayudará a objetivar y sosegar las cosas, restando acidez a un posible y beneficioso diálogo.
Acaso el término que mejor expresa simbólicamente la lucha contra la crispación sea la actitud de templanza, que no es la equidistancia aséptica, la inacción, sino la implicación personal y racional en las cuestiones comunes. No hay que confundir tampoco la templanza con la tibieza, que nos sugiere una imagen frecuente de frustración o medianía, de una temperatura intermedia e ideal que casi nunca se consigue.
Estas reflexiones, aplicables a la actividad política, lo son también a la vida ciudadana en general con toda su diversidad y dinamismo, con su peso dialéctico de sombras y luces en tantos escenarios: la familia, el grupo social o cultural, el vecindario, el barrio, el pueblo, el club deportivo…Todo ello ha de someterse a un escrutinio riguroso y cordial, a un examen leal y severo, constante, transparente. Con ello ganará en crecimiento y madurez nuestra democracia. Documentarnos con mayor rigor, aumentar y perfilar nuestros conocimientos: serán, entre otros, objetivos inexcusables del empeño democrático. Y también lo es el adecentar nuestro lenguaje limpiándolo de una aspereza y crispación innecesarias.
Santiago Sànchez Torrado