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OPINIÓN

Rivas cambia la ley

El 18 de octubre el Tribunal Supremo notificaba una sentencia que provocaría un terremoto en nuestro país. El Alto Tribunal daba la razón a la Empresa Municipal de Rivas y dejaba claro que el impuesto de las hipotecas tienen que pagarlo los bancos y no las familias, como sucedía desde hacía 23 años. La decisión abría las puertas para que más de ocho millones de familias puedan reclamar su dinero y ponía de manifiesto, una vez más, las prácticas abusivas que protagonizan los bancos. La respuesta del sistema financiero no se hizo esperar. La caída de la bolsa supuso la coartada para lanzar una campaña del miedo con anuncios de plagas bíblicas incluidas. Los mismos que llevan ganados 84.000 millones de euros desde el inicio de la crisis y los mismos que ganan sueldos de escándalo mostraban lágrimas de cocodrilo por tener que devolver dos mil o tres mil euros a las familias por unos impuestos que nunca deberían haber pagado. Un despropósito.

En 24 horas, el presidente de la sala, Luis María Díez-Picazo, dijo haberse enterado por la prensa y mandó paralizar una sentencia histórica por la “enorme repercusión económica y social” de la sentencia de Rivas. Dicho de otra forma: hay una justicia para los bancos y otra para el resto. Los bancos habían perdido el partido pero querían cambiar el resultado en los despachos. ¿Qué presiones inconfesables se habrán producido para lograr que el Supremo se pusiera al borde del abismo y diera un paso atrás? La decisión de revisar la sentencia no tiene precedentes en nuestro país y  supone un torpedo en la línea de flotación de nuestro Estado de Derecho. La sentencia de Rivas es firme y no hay revisión posible. Además, teníamos otros dos recursos pendientes de sentencia. Días más tarde el Supremo volvía a darnos la razón: tres sentencias y las tres obligaban a los bancos a pagar el impuesto.

Una semana después, el presidente del Supremo, Carlos Lesmes, tuvo que pedir perdón, reconocer que habían gestionado mal el proceso y poner a los pies de los caballos a Díez-Picazo. Eso sí, sin anunciar ninguna investigación ni ningún cese o dimisión. Lesmes y Díez-Picazo se convertían en los protagonistas de una operación grotesca: el rescate judicial a la banca.

El 5 de noviembre se reunía el Pleno del Supremo para decidir lo que ya habían decidido. Tras dos días de deliberación se consumó el sainete: un Tribunal Supremo roto por la mitad salvaba a los bancos. Para conseguirlo fue decisivo el voto de Díez-Picazo, un magistrado que pese a estar en la nómina de la Universidad de los bancos, no se abstuvo y fue determinante para consumar el rescate judicial. Lesmes puede estar orgulloso: la credibilidad del Supremo y de la justicia está por los suelos.

El escándalo era de tales dimensiones que Pedro Sánchez tuvo que poner fin a dos semanas en las que el Gobierno fue incapaz de ofrecer ni un solo mensaje coherente, dos semanas en las que estuvo, literalmente, encogido de hombros. Afortunadamente el Gobierno optó por aplicar la ‘doctrina Rivas’ y cambiar la ley para que los bancos paguen el impuesto de las hipotecas, tal y cómo reclamábamos con insistencia desde esta ciudad. Sin embargo, el Decreto del Gobierno no da soluciones a las más de ocho millones de familias que tienen una hipoteca y pagaron un impuesto que no les correspondía. Para ellas el Gobierno no tiene respuestas.

Rivas logró cambiar la ley. Gracias a nuestra batalla judicial se ha impuesto el sentido común: los bancos no pueden abusar a capricho de las personas. Pero la batalla continúa porque no podemos permanecer cruzados de brazos ante una situación kafkiana: que unos vecinos y vecinas logren que sean los bancos los que paguen el impuesto y, en la misma calle, otras vecinas y vecinos tengan que pagarlo. El Supremo ha provocado un escándalo que pone en tela de juicio no sólo la independencia judicial sino su propia imparcialidad. En esta ciudad pensamos que la ley es igual para todos así que seguiremos dando la batalla judicial: iremos al Constitucional y si es necesario también acudiremos a los tribunales europeos. La única batalla que se pierde es la que no se da. ¡Seguimos!

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