La sociedad romana era una sociedad fuertemente estratificada en la que había una minoría elitista (los honestiores, extremadamente ricos) con una situación socioeconómica muy superior a la del resto de la población libre (los humiliores). Estas diferencias sociales afectaban también a la mentalidad y los valores de unos y otros, y entre ellos también a cómo afrontaban el tema de la homosexualidad: con más tolerancia en los miembros de las élites, con una postura más crítica los otros.
Y es que entre los valores morales mayoritarios de esa amplia masa social -que podemos denominar “gente corriente” o “clase media”- se encontraba el concepto del matrimonio como algo bueno, con la monogamia como norma y la defensa de la fidelidad y la castidad, aunque esto no implicara que las relaciones homosexuales entre varones fuera algo del todo inaceptable, como queda patente en la literatura en obras como El asno de oro de Apuleyo, el Satiricón de Petronio, o las comedias de Plauto. Quizá sea precisamente por esto por lo que en latín no existen palabras específicas que signifiquen “homosexual” o “heterosexual”.
Dos son las fuentes principales de las que disponemos para conocer cuál era la mentalidad de la gente corriente y sus preocupaciones cotidianas: el Carmen Astrologicum de Doroteo de Sidón y La interpretación de los sueños de Artemidoro. De ellos se desprende la importancia del matrimonio, la familia y la descendencia, así como del control sexual de la mujer y su sumisión al varón también en este aspecto, y la preocupación por el libertinaje y las malas conductas sexuales de varones y mujeres, entre las que se encuentra la homosexualidad como una desviación de la norma que destinaba el sexo a la procreación. Estas ideas de control y sumisión son las que determinaban en último extremo lo que era o no aceptable desde el punto de vista sexual, teniendo en cuenta una serie de premisas: quiénes lo realizaban (si eran hombres o mujeres), si eran esclavos o libres (las relaciones con esclavos y prostitutos estaban ampliamente aceptadas y normalizadas), si estaban o no casados, si se pagaba o no por esa relación sexual y si existía esa relación de dominio/sumisión.
El Carmen proporciona claros ejemplos de que en la sociedad romana existía la homosexualidad tanto masculina como femenina: “ella deseará a las mujeres y él deseará a los varones”, “si es mujer, será lesbiana… si es varón, no actuará con las mujeres como debería”, poniéndose de manifiesto que no eran actos aislados sino habituales en algunos hombres y mujeres. Tenemos testimonios de lesbianismo tanto en la obra de Luciano de Samósata (“permíteles tener relaciones entre ellas como hacen los hombres… y que las mujeres yazgan con mujeres como lo hacen los hombres”) y en Artemidoro (“Si una mujer penetra a otra compartirá sus secretos con la que es penetrada”), si bien este último pone de manifiesto en su obra un cierto rechazo a la homosexualidad (tanto masculina como femenina) cuando afirma que “la naturaleza ha enseñado al hombre que la postura cara a cara es la única natural; todas las demás posturas son aberraciones que los hombres prenden fruto de la indecencia, el libertinaje y la embriaguez”; rechazo que expresa igualmente san Pablo cuando atribuye estas conductas “anti natura” a los politeístas: “Por eso Dios permitió que fueran esclavos de pasiones vergonzosas: sus mujeres cambiaron las relaciones sexuales normales por relaciones contra la naturaleza. Igualmente, los hombres, abandonando la relación con la mujer, se apasionaron unos por otros, practicando torpezas, varones con varones, recibiendo en sí mismos el castigo merecido por su extravío”.
Esta misma idea del castigo se daba en el seno del ejército republicano, donde también se daban prácticas homosexuales a pesar de conllevar el estigma de afeminamiento que se presumía al miembro pasivo o receptivo de la relación, y que era lo contrario de lo que debía ser un soldado: masculino. Esté tabú desaparece a finales de la República, como demuestra el hecho de que dos soldados alegaron precisamente esa condición para librarse de la acusación de haber formado parte de una conspiración contra el emperador Domiciano, una condición que los marginaba y estigmatizaba pero que ya no iba más allá ni implicaban un violento castigo, como en épocas anteriores.
Yolanda Barreno
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