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Heráldica de la obviedad

Las obviedades lo son, precisamente, por ser verdad. Este hecho incuestionable y obvio en sí mismo nos somete a una presión amenazante desde diversos flancos, empujando cualquier debate hacia la vacuidad ante la necesidad de callar por no resultar obvios y la urgencia por significar lo que resulta una obviedad, exponiéndonos al ejercicio de lo absurdo, la reiteración y el señalamiento en forma de hallazgo de aquello  que está ante nosotros y es evidente

Ante este panorama y los acontecimientos que jalonan el marco que nos rodea, se tiene la tentación de opinar acerca de nuestra posición al respecto de todo, tal y como lo hacen esos saineteros de toda ralea que ocupan foros de opinión al peso. Opiniones que resultan mercancía y son la mejor argucia para mantener un estado de opinión que alimenta el caladero de votos y, en otro orden de cosas o no, nuestro rango en calidad de consumidores, sin dejar el ejercicio de opinador acerca de la opinión.

Resulta evidente, obvio, que ante la diatriba de pensar o comprar discursos de fácil digestión y, a ser posible, sin ningún protocolo de forma para deglutir, el mayor porcentaje de la población se decanta por dejarse seducir. Los mensajes de saldo con patriotismo pueril, como lo fabricado para saciar la voracidad de tener, se presenta a modo de oferta y la brevedad del juego serio de los fanfarrones asaltando los recreos en patios de colegio; mañana ya se les ocurrirá alguna que otra cosa con la que seguir dinamitando, obvio. Pero  resulta que el atractivo y el facilismo del fanfarrón para amedrentar, acusar y justificar la bofetada que antes o después la víctima recibirá, atesora predicamento entre los tibios y refuerza el ego de los que nunca tuvieron nada que decir, sintiendo una especie de proyección de sí mismos en la retórica de la destrucción, el reproche, la acusación sin contraste, el insulto desde la ignorancia, la negación sin miramiento… y todo, sin la más mínima obligación de justificar nada. El producto es inmejorable.

Lo infame de la ignorancia, a estas alturas advertida por algunos como expresión de las más puras esencias, nos convoca a un terreno hostil en el que poco o nada se pide. Se convoca al mundo a un lugar de divertimento donde la amenaza, el ejercicio de la torpeza y la razón espantada resultan ser estrategias para aliviar el pertinaz aburrimiento que suscita el desconocimiento y el criterio sin estrenar. Obvio. Mientras, las reacciones y acciones  comienzan a revelarse más inductivas que producto de la reflexión y la memoria que da origen a las posiciones; el señalamiento arbitrario se asimila como criterio fundamentado, la arrogancia del cretino se divulga como teoría, la cultura se deposita en manos de los que gritaron ¨muera la inteligencia¨… Y ante todas estas obviedades, se asienta en el ideario colectivo la hostilidad individual como un estrato frente al resto, el consenso como debilidad, la ética como la manifestación de lo absurdo y objeto de burla, la memoria como una traba y el argumento como un insulto. Tan obvio, como que la obviedad anula la información.

Decididamente, el reto que se nos viene encima es una nueva lucha contra la estupidez, contra la egolatría como estatus y la comprensión hacia el idiota, no por compasión, sino por autoridad moral. Y según navegamos en esta balsa de aceite, si hubiera lugar para el aburrimiento, siempre podremos ver estimulantes peleas en redes sociales, gente llenando vasos, haciendo ruidos, enseñando músculo, ejercitándose en la nada o enseñando el trasero, para aliviar nuestra tensión…obvio. Y es que lo evidente es tan tentador que no quería dejar pasar la ocasión de resultar obvio, no vaya a ser que la confusión esté de mi lado. Por si no fuera así , remito al gran Sabina en el mítico álbum “La Mandrágora”… Adivina, adivinanza…

Juan Antonio Tinte

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