No deja de ser llamativo – en este 12 de agosto, Día Internacional de la Juventud– que las generaciones que vivieron el espejismo del boom inmobiliario, aquellas que disfrutaron de esas primeras olas de acceso universal a la educación superior y al empleo cualificado entonces más disponible y menos disputado no sean conscientes de lo particular de sus circunstancias y tengan la tentación de mirar por encima del hombro a las generaciones siguientes, en cumplimiento de una arraigada tradición de «esto en mis tiempos no pasaba» y «esta generación está echada a perder» que puede rastrearse hasta textos de la Antigua Grecia. Generación tras generación, la misma turra.
Ese tiempo dulce en el que aún el capitalismo mantenía en pie sus ficciones ya pasó y fue siempre un sueño que no compartían la mayoría de países empobrecidos del mundo, ni las capas de trabajadoras precarias y familias con el agua al cuello que siguieron siendo un porcentaje inquietante de nuestras sociedades presuntamente acomodadas, gracias a su invisibilización. Tampoco, como sabemos ahora, era un modelo sostenible para el planeta.
Miles y miles de minúsculas partículas de arena, bajo condiciones adecuadas de calor y presión, forman un cristal. Es osado llamar a una generación «de cristal», como descalificación, sin reparar en esas duras presiones que han forjado el cristal de estas nuevas generaciones.
Hay una generación que ha aprendido que la precariedad vital no es algo tan natural e inmutable como el azul del cielo, porque ha visto subir el salario mínimo de 600 a más de 1000 euros o descender el paro juvenil del 50% a apenas el 25%. Un avance que no se entiende sin la lucha sindical y la gestión de la Ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, pero que no evita que la juventud pierda poder adquisitivo y más de un 30% esté en riesgo de pobreza (tras la infancia, el rango de edad al que más afecta).
La causa evidente es la barra libre con la especulación de la vivienda (en concreto, del alquiler, al que opta mayoritariamente la juventud en su primera emancipación), que ha llevado la emancipación a su punto más bajo: el 16,3% de la juventud según el último Observatorio de Emancipación del CJE publicado.
Lejos queda el ya insuficiente 26% de jóvenes emancipados previo al «crack» de la burbuja inmobiliaria o incluso el 17,3% previo a la crisis del COVID. Algo comprensible si pensamos que, según ese mismo informe, el precio mediano del alquiler se situó en 944 euros (el más alto desde que existen registros), por lo que un joven que cobre el salario mediano debería dedicar el 93,9% de su sueldo a pagar el alquiler (¡y querrá comer, pagar la luz y hasta tener Netflix el muy insensato!).
Por otro lado, somos ahora más conscientes de las consecuencias en nuestra salud mental de estos problemas y presiones que nos forjan: antaño, el alcoholismo era una forma socialmente normalizada de sobrellevarlo (pero luego nos hablan del minoritario botellón entre los jóvenes), mientras hoy predominan antidepresivos, ansiolíticos y tranquilizantes recetados legalmente.
Más del 55,6% de los jóvenes con carencias materiales severas tienen problemas de salud mental, según un informe de Oxfam Intermón. Pero ir a terapia es caro y apenas hay recursos para recibir atención pública, por eso, un 38% de las personas jóvenes afirman no ir a terapia porque no se la pueden permitir.
Esta emergencia de la salud mental como problema evidencia algo importante: eso que llamamos «vida adulta» se pretende hacer coincidir con un camino trazado hacia la explotación laboral y la familia heterosexual tradicional, algo que se nos ha vendido como un camino de rosas, pero siempre ha tenido más espinas que flores.
No es que las generaciones actuales sean más frágiles, es que están aprendiendo a decir «no» a situaciones injustas, sea en la empresa o en la pareja, y abriéndose a explorar otras realidades posibles.
Esta generación lucha por el fin de los trabajos basura, por el derecho a la vivienda y por una mayor cobertura de la salud mental. También quieren vivir amores con mayor igualdad y libertad, cuestionando corsés como la heterosexualidad o la monogamia desde el feminismo.
En definitiva, es una generación de cristal, sí, pero de cristal «Duralex»: quieren y luchan por vidas más plenas y -sobre todo- más ecológica y humanamente sostenibles que las que han vivido quienes les han precedido. Vidas irrompibles que soportan el paso del tiempo sin las grietas y golpes que las injusticias nos provocan en nuestras vidas.
Víctor Reloba López
Director de Zarabanda y ex-vicepresidente del Consejo de la Juventud de España (CJE)