“Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación» Blaise Pascal
Han vuelto los delfines en Cerdeña. El agua de Venecia, como el aire, se limpia. El turistificado mercado barcelonés de la Boqueria se convierte, de nuevo, en un mercado de barrio. Abren hoteles en Paris para acoger vagabundos. Y han cerrado el CIE de la Zona Franca. Y se han parado los desahucios. Y ya no es primavera en El Corte Inglés. Lo privado lucrativo se ha puesto –por decreto– al servicio de lo público universal. La lista repentina es larguísima, bajo esta inédita excepción hecha catarsis. Pero a pesar de todo, la principal paradoja insólita, tras décadas mercantiles de neoliberalismo, es que se prioriza la salud frente a la economía. En cambio, el condicionante determinante de nuestros días es precisamente lo inverso: que todo se hace tras un ciclo caracterizado severamente por todo lo contrario. Cuando la economía se imponía a la salud –y a la política y al derecho a la vivienda y a la cultura y a todo y al mundo entero. Ayer dogma; hoy, drama.
Hay la otra cara de la moneda, claro está, porque siempre existe la otra cara de la luna: multas por no confinarse a personas sin hogar, buitres especuladores olfateando ya la deuda pública, coches huyendo a la segunda residencia valenciana o pirenaica, fakes xenófobos, mediocridades ruines, tentaciones militaristas o gestión autoritaria del 5G que nos desvelan del control social reticular. Que no sea un spoiler. En parte, no hay que ir muy lejos par ver de cerca: las lecciones de la penúltima crisis, la de 2008, dejó demasiadas vergüenzas, demasiado dolores y demasiado aprendizajes, errores y horrores que no cabría repetir, a pesar de que algunos se empeñen. Y sin embargo, todo es ya diferente: novedad, improvisación, contingencia e impotencia se mezclan hoy extrañamente. Pero nunca será lo mismo el precio dolorido que ya estamos pagando, que la factura que nos querrán endosar. Si el origen –aunque no sólo– es vírico, la solución sólo puede ser social.
La principal paradoja insólita, tras décadas mercantiles de neoliberalismo, es que se prioriza la salud frente a la economía
Al fin y al cabo, ha venido la realidad despierta y nos ha pillado dormidos en la presunta y apacible irrealidad donde estábamos instalados. Más paradojas irracionales, demasiado añejas. Aporía del tiempo perdido, ni el ecologismo que hace cincuenta años nos alerta de nuestra extralimitación, ni los feminismos que hace cinco décadas nos reclaman poner la vida en el centro, ni veinte años de razonadas críticas a la globalización del pleonasmo del capitalismo salvaje, habían conseguido pararlo todo, hacernos frenar y hacernos pensar dónde demonios vivimos y dónde carajo queremos vivir. En el orden caníbal del mundo –en cartesiana afirmación de Jean Ziegler– ha tenido que ser un nuevo coronavirus lo que le ha hecho tambalearse de golpe y en seco. De cómo saldremos de esta sacudida, todo está por ver todavía. Que la doctrina del shock ya planea es una obviedad: ya veremos dónde nos quieren confinar algunos cuando todo pase. Y de lo que se trata, como nunca antes, es de invertirlo: que aquella doctrina se vuelva hacia sus diseñadores y los confine en su nihilismo sociópata, cruel y neoliberal. Emergencia, nos falta tiempo ahora mismo; urgencia, tiempo necesitaremos pasado mañana. Para repensarlo todo. Porque si esto es una guerra sanitaria, en un recurso no neutral al lenguaje belicista y patriotero, la pregunta ya es qué paz surgirá. No solucionaremos en una semana lo nohecho en décadas.
El viejo dilema de Pascal –si somos capaces de permanecer un rato largo en la habitación, pensando y repensándonos, aguantando y aguantándonos– ya es, actualmente, global: una habitación distinta donde la distancia, paradójicamente, se ha hecho cuerpo –el cuerpo de los demás y la razón de la alteridad; donde nos encerramos para abrirnos; donde para acercarnos, nos alejamos; donde para querernos, debemos aislarnos; donde para hacer, hay que parar. Mientras tanto, no: no se necesitan frames militares ni un general en prime time apelando a la moral de combate, la disciplina y el sacrificio para camuflar la impotencia sanitaria con la prepotencia militar. Porque para ejército desarmado y heroico, silente y desbordado, el de las batas blancas; el único que ganará esta guerra, sin un solo disparo y con precaria munición. Y una sola retaguardia: que nos quedemos en casa.
La primera semana de confinamiento ha valorizado como nunca la vida en común y ha desvalorizado, por fin, unas cuantas cosas
Tiempo de cuidado(s), ahora que hemos aprendido precariamente a mirar la evolución de las curvas –la que sube y espanta y la que, en forma de sombrero, atenúa y calma– concurre una reflexión inevitable. Las curvas son biológicas –y nos desvelan nuestra antigua vulnerabilidad fundacional y constituyente– pero la línea recta, no. Aquella línea recta que atraviesa cada gráfica con la leyenda “límite del sistema sanitario” no tiene nada de natural e inesperada: es una línea política, con asignación recortada en los presupuestos públicos. La otra variable es social y depende una vez más y como siempre de nosotros mismos: cuando cada gesto cuenta, cada gesto aplana la curva. Es lo que podemos hacer y no es poco: «quedaos todos en casa», como diría Manuel de Pedrolo en Acto de violencia. Conscientes racionalmente del motivo cortoplacista en formato cortafuegos: no ganar a un virus, sino apenas impedir el colapso hospitalario fruto de un desbordamiento en los contagios. Es decir, salvar vidas y proteger a los más vulnerables. Consigna y divisa, no perder el norte hoy y no olvidar todos los sures mañana: la primera semana de confinamiento ha valorizado como nunca la vida en común y ha desvalorizado, por fin, unas cuantas cosas. «El coronavirus ha derrotado al dinero, quizá la divinidad más cruel de la actualidad» ha escrito Gabriel Magalhaes. Contrafáctico democrático, postcapitalista, ecologista, pacifista, antirracista y feminista: en realidad, será muy difícil salir de ésta, pero incomparablemente mucho más difícil e imposible será no hacerlo.
Dar lo mejor para evitar lo peor –no hay otra remedio humano y casero– silban desde El Lokal del Raval, ferlosianamente: que no vengan tiempos ciegos que nos hagan más malos, ni malos tiempos que nos hagan más ciegos. Jorge Reichmann ya lo ha dicho puntualmente: lo más inútil, después del después, sería pretender volver desastrosamente al mismo lugar. Porque estaremos indefectiblemente en otro nuevo. Marina Garcés, sintética: «El virus no nos muestra la fragilidad humana sino la fragilidad del sistema». Y Yayo Herrero, ecofeminista anticipada: si cuidándonos mutuamente no lo hacemos todo solidariamente, nos va llover ultraderecha a granel. Y Alba Rico, filósofo de guardia, aclarándolo y captando repentinamente un viejo, antiguo e imprescindible internacionalismo: «La única manera de que nos salvemos cada uno de nosotros es que nos salvemos todos al mismo tiempo». Así es –y así podría ser. Cuando todo pase aunque no pasen las cicatrices y pesen las secuelas, el dilema de Pascal, como el dinosaurio de Monterroso, continuará allí. Y ojalá, sí, continúe habiendo también delfines en el puerto de Cerdeña. Agua clara en los canales de Venecia. Un mercado de barrio en La Boquería. Un CIE cerrado. Ningún desahucio. Y hoteles refugiando a personas sin techo. Y nadie durmiendo en la calle.
David Fernández