En un estado de las cosas donde la diferencia es un valor, da igual qué diferencia, resulta que todos los diferentes pican del mismo abrevadero para vomitar sus fluidos y que el resto beba de ellos. Y es que en el fondo no sospechamos que seguimos empeñados en mantener la tradición de la rebelión contra lo tradicional, y no contra el tradicionalismo, como norma de comportamiento subversivo en lo que tienen de hegemonía repetida y estampa de nuestra propia diferencia.
Para ello, no ha hecho falta más que alimentar los egos desde las diferentes plataformas digitales y fabricantes de dispositivos con la finalidad de hacerle creer a al resto del mundo que, en lo más profundo de cada cual se esconde alguien que tiene algo que decir…Todo el mundo es creativo. Porque no es lo mismo tener algo que decir que tener que decir algo.
En eso, queda postergada la condición de creador por la de creativo; la de bravuconada por idea, la de tradición por tradicionalismo, la de lenguaje por verborrea o la de cultura por aceptación de masas.
La comprensión del lenguaje es paralelo y consustancial a la inteligencia del receptor. Interrumpir el consenso a través de la fanfarronería pone el acento en la categorización de unos escenarios que, una gran parte de la población adoptará como propios, sin elaborar análisis comparativo alguno, por cuanto tiene de complejo y asunción de autocrítica.
La altura intelectual y cultural que ponen sobre la mesa muchos de los políticos; hay que decirlo, de la derecha y ultraderecha más rancia y perversa avivada no sólo en España sino en otros lugares de occidente, manifiesta el atractivo de la maldad como una alternativa a esa falta de inteligencia que se adivina a sí mismo como distinto, diferentes al resto que ahora tanto predicamento atesora.
El mediocre e infame, se crece ante las hordas de cerebros a los que logra cautivar señalando grandeza para sí en lo más elemental y párvulo, además de señalar un culpable inexistente parasitando cualquier discurso que las mentes reblandecidas del votante a quien se dirige no es capaz de discurrir.
La proliferación de estos movimientos, nada nuevos, liderados por los apóstoles de la insensibilidad y los indignos que los apoyan, es la imagen de la evidencia. Una evidencia que nos pone de cara a una sociedad decadente que es capaz de situar al frente de un país –Brasil o Estados Unidos, por poner un jemplo- o al frente de un grupo parlamentario a verdaderos camorristas. Ya está bien la broma. Toda esta gente no son desequilibrados, ni enfermos –flaco favor se hace a todo aquel y aquella que se adolece de enfermedad- Esta gente que ocupa ahora tribuna son simples sinvergüenzas con ausencia de escrúpulos, viles en su discurso y propósito, e indignos de un estado democrático.
Personajes éstos cuya cultura estriba en un sentido de la autoridad abyecto, donde la canallesca es motivos de engreimiento y, lo peor, alimentada por esa parte del pueblo que los aplaude, jalea y lleva en volandas para mayor regocijo del ego, tan conocido y previsible de los imbéciles alzados al liderazgo.
La cultura debería servir para que todo eso no ocurriera: para algo que en esa decadencia y cultura democrática impidiera – no por inhabilitación sino por cultura electoral- la posibilidad de situar a estos reventadores de diálogo en la tribuna de oradores, en despacho o sillones de toma de decisiones trascendentes.
La cultura, que tantos jóvenes ponen de manifiesto en movimientos generadores de cambios positivos en todo el mundo, se ve anulada por el pavoneo ridículo e insultante de este segmento de población cuyos votantes son el hecho a analizar. La cultura y con ello la sensibilidad y sensibilización que ha entrado en decadencia absoluta, ha propiciado que los medios de comunicación dirijan su mirada a estos pseudo-líderes de aspiraciones criminales y guante blanco. Sí, los medios han puesto en la balanza los índices de audiencia y aceptación, en vez que salvar el hecho cultural, el conocimiento y la salud democrática no sólo en España sino en el mundo. El macarrismo vende, se eleva a diferente. La mentira del Yo frente a la colectividad, ahuyenta el fantasma de insurgencia, opuesta a la insurgencia del fascismo y la patochada en forma de caceroladas.