Como nació en 1936 tiene ya cumplidos los ochenta y siete años y, por supuesto, cuenta con una guerra civil en la mochila solo por haber nacido en España y en el seno de una familia republicana. En su infancia, los más antiguos lo recordarán bien, se crecía con el peso del miedo al diablo, al infierno y a los tocamientos impuros, bajo una presión social que comenzaba en casa y se reconcentraba en la escuela y en la santa misa obligatoria de todos los domingos y fiestas de guardar. Casi todo lo que no fuera una obediencia ciega a los mayores era pecado y enfermaba como la lepra de los proscritos evangélicos, dejándote marcado, más aún si eras mujer, para toda la vida. Por tu culpa, por tu culpa, por tu grandísima culpa, se rezaba en los templos mientras el cura, casi siempre gordo y turbio, se comía la hostia y se bebía el vino frente a un rebaño hambriento y, pese a todo, culpable de todo lo divino y lo humano. Casi la mitad de su vida la ha pasado sometida a un sistema político dictatorial que le negaba su propia autonomía: de la tutela del padre a la del marido, sin otra vida social que no fuera la propia de sus labores y sin atreverse a levantar la voz no fuera a recibir una de las hostias, consagradas o no, de los que tienen la sartén por el mango, es decir, los ricos, los poderosos, los religiosos, los maridos y demás fauna depredadora. Hoy viuda y felizmente libre, mira para atrás y suspira por los casi cuarenta años que le robaron y por los que nadie, nunca, se ha disculpado.
Quiso estudiar una carrera técnica a mediados de los años 70, cuando apenas contaba con veinte años, y nadie se lo negó. Su madre trató de encauzarla hacia la enfermería o el magisterio, caminos trillados que no levantaban sospechas ni suponían estigma social ninguno, y estuvo varios años sin dirigirle la palabra por querer ocupar, usurpar, decía, los puestos de los hombres, que por cierto eran sus compañeros de estudios, quienes la contemplaban con desdén y cierta sorna mientras tomaba apuntes de física aplicada o de química inorgánica. Sus profesores fueron, sin duda, más crueles, porque los más benignos la ignoraban y los otros la vejaban y corregían sus exámenes con un rasero que nunca habrían utilizado con el hijo del juez o el nieto del marqués. Hoy es aparejadora y ejerce su profesión a las mil maravillas; de aquellos tiempos difíciles, de la soledad de las pioneras, casi no queda recuerdo alguno en las estudiantes que hoy se pasean por las facultades de Ingeniería o de Medicina con el ombligo al aire y tatuajes varios a la vista.
Como representante de los primeros integrantes de la Generación Z, habita un mundo tecnológico desde que se levanta hasta que se acuesta, e incluso se mantiene conectada al móvil durante la noche, no vaya a pasar algo importante y se lo pierda. Es atea por la falta de dios, pues no fue bautizada, ni disfrazada para la primera comunión, ni tuvo interés en matricularse en la asignatura optativa de religión; no ha conocido los terrores nocturnos causados por los ejercicios espirituales de los jesuitas ni cree que su cuerpo, ni parte alguna de él, sea sucia y escondible. Le gusta el placer y lo busca. Ha empezado cuatro carreras universitarias y todas las tiene a medias, mientras viaja por todo el mundo con el dinero de sus padres hablando francés, inglés y japonés, de forma tan fluida que la envidian hasta los políticos profesionales, que, en su mayoría, hablan solo español y bastante mal. No tiene prisa para nada porque cuenta con el valor que más se cotiza en el siglo XXI: la sacrosanta juventud. Ya se preocupará del futuro más adelante, si es que alguna vez llega, que nunca se sabe con tanta guerra, pandemia y desgracias climáticas.
Con tres años ha conocido un mundo cambiante: al principio todos llevaban mascarillas y era difícil saber quién era quién y si todos tenían boca y nariz como las personas de su casa, pero ahora la mayoría ya no las lleva y puede divertirse mirando los enormes apéndices nasales de las personas mayores, a quienes no les gusta, qué raro, sacarse los mocos y comérselos. Casi siempre está enferma; cuando no tiene un catarro, le duele la garganta o le sube la fiebre a casi cuarenta, sobre todo desde que se incorporó a la guardería, por lo que es asidua al servicio de urgencias de su hospital, porque al centro de salud ya no la llevan porque casi nunca hay médico. No le gustan los sanitarios, a los que distingue de buenas a primeras por la bata blanca y porque esconden su nariz bajo unas mascarillas verdes y desagradables. A diferencia de su bisabuela, en su mundo no cabe la culpa ni tiene la obligación de someter su voluntad a la de los hombres; a diferencia de su abuela, podrá elegir sus estudios libremente y nadie cuestionará su feminidad por no seguir los estereotipos rígidos de una élite dominante; a diferencia de su madre vive en un entorno bastante pequeño y repetitivo, en el cual todo es apasionante y ameno. No lo sabe, pero le ampara la libertad de sus mayores y ojalá siga siendo así durante muchos, muchos años.