Les juro que en mi infancia no lo habría imaginado nunca así. El fin de los tiempos, como nos decían los curas desde el altar mientras nos conminaban a la virtud para esquivar los sufrimientos del infierno, sería un festival de fuegos artificiales con catástrofes de todos los tamaños, formas y colores, como esas palmeras de pólvora que estallan en las noches de estío en las fiestas de los pueblos marítimos y que la superficie del mar multiplica. Nuestra imaginación viajaba a lomos de los dragones de fuego que cabalgaría la gran ramera de Babilonia y divergía en senderos de terremotos gigantescos, en lluvias pertinaces de sangre y sapos venenosos, en cometas cataclísmicos que despertarían los volcanes extintos y en cuatro jinetes pateando cada rincón de la esfera terrestre (entonces aún no había aparecido sobre la tierra la calamidad de los tierraplanistas ni estaba previsto el surgimiento del movimiento pseudo religioso de los anti vacunas). En aquella credulidad había un punto entre naif y morboso, pues en todo infante late un viscoso deseo de conocer los arcanos, y la palabra profética de san Juan invitaba tanto al horror como a la celebración en compañía de las tríbadas, aunque en aquel momento no lo supiéramos como lo conocemos ahora por experiencia. La iglesia, como siempre, resultó ser la escuela perfecta para la exitosa carrera de pecador.
La realidad, desgraciadamente, ha resultado ser bastante más sosa, como si la súper producción que se gestaba desde los tiempos evangélicos, y en la que se había invertido de lo lindo en unos estupendos guionistas, se hubiera quedado sin presupuesto hace unos cuantos siglos y desde entonces se estuviera trampeando para que no se note que estamos inmersos en una obra del tres al cuarto, ni siquiera ya de serie B. El director inicial ha dado paso a cambios varios y ahora el encargo ha caído en manos de un novato; los actores, que tenían que haber sido al menos de la talla de los héroes homéricos, resulta que somos nosotros, unos paniaguados con alergia al polen, hemorroides, caries y más que pasados de peso; y los medios técnicos son de última generación pero más virtuales que la mecánica cuántica, lo que quiere decir que tenemos por delante un apocalipsis de mucho efecto, pero solo si te lo crees (si lo miras en lenguaje binario, tipo Matrix, te vas a colgar de los ceros y los unos y la decepción será mayúscula). La evidencia del fracaso del proyecto y los cambios continuos de línea argumental está en lo terriblemente mal que han ido quedando todos y cada uno de los profetas que vaticinaban el fin de los tiempos: ni Nostradamus, ni el calendario de los mayas, ni las predicciones en los posos del té de higos chumbos de la pitonisa Maricruz, han podido echar el cierre perfecto y redondo a este mundo con fecha cambiante de caducidad (como los yogures, te lo puedes seguir merendando mucho tiempo después de la fecha preferente y ni siquiera sabe entonces más agrio que cuando fermentó).
¡Qué pena que precisamente el Apocalipsis haya llegado ahora que ya no creo ni remotamente en él! Tal vez si fuera uno de sus acólitos, uno de sus apasionados adoradores, podría verlo en su plenitud, tal y como lo diseñaron en los tiempos pasados los antiguos astronautas y todavía podría disfrutar con el espectáculo majestuoso que nos prometieron a mi ángel de la guarda y a mí mismo en las tardes de oración, estudio y flores a María, que madre nuestra es. Confío en que mi angelito, que tanto me ha acompañado en los buenos y los malos pasos, supongo que muchas veces con los ojos cerrados y tratando de no meter la pata de modo irreparable (por bien poco te precipitan al abismo y ahí te pudras), pueda admirar los espectaculares fuegos artificiales, porque yo, seguramente por mi grandísima culpa y mi atinada carrera de gran capullo de vuelta de todo y más, solo puedo ver lo que sin duda merezco: un triste y famélico evento en el que han mezclado un virus que causa una especie de gripe que no es una gripe pero que pudiera serlo, un cambio climático que lo mismo es irreversible en 2030, que en 2050 o en 2100, y una crisis económica que ni la han provocado los chinos, ni los americanos, ni el pueblo venezolano, para acabar con el mundo sin terminar con él, por lo que las masas, decepcionadísimas, han regresado a sus asuntos cotidianos como poblar las playas, beber cerveza y ponerse morenas y ciegas de cocaína.
Nos llaman irresponsables, pero lo cierto es que, después de toda la vida rezando y trabajando, nos merecíamos un final con un poco más de categoría.
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