Hace cincuenta años el grupo sueco ABBA ganó el certamen de la canción de Eurovisión con una canción titulada “Waterloo” y recuerdo que yo lo vi en el cuarto de estar de mi casa en un aparato de televisión en blanco y negro. Por entonces era bastante común escuchar a grupos de melenudos, así los llamaban los mayores, cantando en inglés, en “guachiguachi” decían con desprecio los adultos, porque desde los Beatles el panorama musical había cambiado mucho, aunque en España todavía triunfaran Antonio Machín, Lola Flores y Marisol. Lo no previsible, al menos en nuestro país, era que, en un festival que hasta entonces se había caracterizado por las victorias mayoritarias de las baladas cantadas en francés y en la más tradicional línea de la “chanson”, triunfara una canción pop, desenfadada, cantada en inglés por un grupo escandinavo con ropajes que recordaban al movimiento hippy. Como por aquel entonces las canciones representantes de las diferentes televisiones nacionales eran desconocidas para el gran público hasta el día en que se interpretaban en riguroso directo y con orquesta ante las cámaras, fue toda una sorpresa, máxime porque ni entendíamos la letra, ni por qué aquellos nórdicos se habían ganado el favor de los jurados. El representante español, el catalán Peret, se quedó en el décimo lugar de diecisiete posibles con una canción con un título tan nítido como plano para un país que suspiraba por cambios políticos y sociales que finiquitaran una dictadura interminable: “Canta y sé feliz”.
Como contraste, como sabría años más tarde cuando fui capaz de traducir la letra de la canción ganadora, “Waterloo” no era un tema sobre un hecho histórico como parecía indicar el título, sino uno de amor en el que se reconocía la derrota ante una pasión que no puede ser refrenada ni ocultada. Las alusiones metafóricas a Napoleón y a una de las batallas más importantes en la historia de Europa aportan un toque poético que mejora en gran medida una letra intrascendente y llena de rimas fáciles. Claro que la letra de la canción de Peret era mucho peor y, si no, sirva para muestra este borrón: “Si al sol no puedes tumbarte/Y en paz tomar una copa/Decir que estás en Europa/No sirve de na’”. Estábamos todavía a doce años de ser admitidos en la Unión Europea y a muchos más de dejar nuestro complejo de españoles bajitos, morenos y con poco poder adquisitivo.
El éxito del grupo ABBA en Eurovisión se vio respaldado poco después con una carrera meteórica llena de éxitos. Ninguno de los ganadores anteriores o posteriores han logrado el reconocimiento ni la influencia que el cuarteto sueco consiguió desde su fundación en 1972 hasta su separación en 1982. Que ésta no fue definitiva para alivio de sus seguidores, se demostró con la publicación del disco “Voyage” en 2021 y el reenganche del grupo a las giras mundiales con un show de avatares; además, su influencia había seguido viva en la memoria de varias generaciones gracias al éxito mundial del musical “¡Mamma mía!” desde 1999 y de las dos películas que serían su secuela en 2008 y 2018. Y no olvidemos que Eurovisión, el festival de los festivales por antonomasia, ha tenido ganadores de la talla de Sandie Shaw, Céline Dion y Katrina & The Waves, por citar sólo a algunos de ellos, y que la ganadora de 2023, Loreen, lo hizo con una canción que en más de una nota suena demasiado ABBA para no ser un homenaje que roza, si no lo es, el plagio.
Cincuenta años después del triunfo de “Waterloo” en Brighton el festival de Eurovisión se celebra en Malmoe (Suecia), lo que se podría entender, bondadosamente, como una feliz coincidencia, o tal vez, maliciosamente, como una programada conmemoración del éxito del propio certamen para darse pisto a la par que reconocer el inmenso favor que les hizo ABBA con su memorable canción en un mundo que por entonces aún no estaba globalizado.
En 2024 las cosas han cambiado mucho y, como es normal, la música también. Basta con hacer una enumeración cronológica para darnos cuenta de que en cincuenta años hemos pasado del pop y el rock progresivo al reguetón, pasando por el heavy metal, el punk, la música disco, el acid house, el tecno, el indie, el grunge, el hip hop, y muchos otros movimientos tan efímeros en muchos casos como sus intérpretes. En Eurovisión también ha cambiado mucho el concepto del propio festival: se prima el espectáculo sobre el sonido, para lo que se ha suprimido la música en directo y sólo se ha dejado la voz, aunque se admiten coros pregrabados, y se ha democratizado tanto la participación (que ronda los cuarenta países en dos semifinales y los veinticinco de la final) como la decisión sobre el ganador (que eligen al cincuenta por ciento, o eso dicen, el voto del jurado profesional y el del público de todo el mundo). Por otra parte, nadie espera ya que el triunfador del certamen se convierta en una supermegaestrella del mundo de la canción; se da por hecho que la mayoría de los países se presenta con una propuesta que busca sorprender y recabar unos votos inmediatos, pero también que, terminado el festival, la mayoría de los participantes pasaran al olvido o, como mucho, al recuerdo en su país de origen en su calidad de eurovisivos, de lo que tal vez puedan vivir el resto de su existencia.
Así las cosas, yo no sé quién ganará Eurovisión este año cuando escribo estas líneas, aunque estoy seguro de que no será la música, porque ni está ni se la espera. Eso sí, el homenaje a ABBA no puede llegar en un momento más oportuno y gracias a ello podremos reflexionar sobre lo que fue este festival y lo que ahora es. O como diría la letra ganadora de 1974 (y el que lo quiera entender que lo haga): “Siento que gano cuando pierdo”.