El poder hegemónico: castas, tahures y ganapanes

No es algo nuevo apuntar que, de lejos y trasladados a tiempos anteriores al llamado Antiguo Régimen (entendido el término como el periodo anterior al inicio de la Revolución Francesa), dos estamentos improductivos se habían repartido trono y altar en lo más alto de la pirámide social que, contando cada cual con sus propias jerarquías habían vivido a costa de un tercero sobre el que recaía, no sólo todo el trabajo, sino la fiscalidad (tercer estado o estado llano). Antes de esto, durante el largo periodo que ocupó la edad media, esta realidad, patente y latente, se consideró incuestionable. Iniciada la edad moderna, poco pareció moverse salvo algún que otro burgués que alcanzó cargo y poder. Por su parte la aristocracia, la nobleza, las dignidades de príncipes, purpurados y reyes, que necesitaban hacerse más fuertes ante sus propios vasallos con título de nobleza, configuraron un nuevo modelo de concentración de poder: el poder absoluto, las monarquías absolutistas que dieron lugar a nuevas reconfiguraciones territoriales, guerras y alianzas con el fin de concentrar poder territorial. Para ello y en pos de esa nueva idea de estado, los antiguos señores feudales con mando en plaza y señoríos, cedieron decidiendo desprenderse del poder que atesoraron sobre sus propios territorios a cambio de regalías, cargos y disposiciones a su favor que se sucedieron a lo alto y ancho del viejo continente. Los viejos señores de antaño perdían poder, pero lo ganaban dentro de la administración haciéndose cargo de contadurías, cuerpos diplomáticos, haciendas reales… fue, en fin, el tiempo y los siglos que ocuparon lo que conocemos como Antiguo Régimen.

En este sentido, cabe destacar que la  era de los descubrimientos o la conformación de una nueva clase en auge (burguesía) no llegó acompañada de  una nueva relectura de las estructuras sociales. Los privilegiados siguieron siéndolo y los parias también. Mestizajes entre nobleza y alta burguesía recompusieron el estatus que cada cual debía ocupar, recogiendo para sí lo mejor y más provechoso de cada parte.

Y es que como sabemos una vez que la periferia ha sido abducida por el centro, el centro mismo se reabsorbe a sí mismo para  para ser otra cosa sin dejar de ser lo que siempre ha sido. La élite. Así, en España, tal vez más que en ningún otro lugar, esta manera de configuración social se prolongó más allá de épocas revolucionarias, haciéndose endémica las categorías del privilegiado. Un mal asumido que predispone, incluso al damnificado por estas prácticas, al trágala sin cuestionamiento llegando a un derredor que podemos percibir y en el que estamos inmersos.

Asumir que quien ha ostentado un cargo público, sin oficio ni beneficio anterior a la designación, debe y está en su derecho de ser elemento para la reabsorción por parte de cualquier otra administración resulta, cuando menos, indecente. Y lo es por el modo en que hemos podido asistir a las maneras en las tomas de posesión de  las nueva corporaciones municipales, recuperadas por el partido popular con la inestimable ayuda de Ciudadanos y Vox, además de pactos infames en la Comunidad de Madrid…

La condición que se arroga quien se considera  privilegiado, además de considerarse de una pasta distinta al resto, resulta ser despótica, arrogante en la ostentación de los atributos que designan autoridad y, por supuesto, con un alto valor añadido al nepotismo como sello inconfundible de pagos, fidelidad mal entendida y, por qué no, un modo de callar a quien pudiera irse de lengua. Decimos esto porque, oh casualidad, no resulta nada sospechoso asistir a los primeros compases del gobierno de la señora Ayuso, tampoco al aumento de consejerías y direcciones generales en las que se han ido colocando todo el personal de alta retribución descabalgado de unas y otras instituciones tras las pasadas elecciones de Abril. Y es que, valga como ejemplo, el paso de 137 diputados a 66, entendemos que tuvo que suponer un impacto en el corazón del partido popular; tanto que no es de extrañar que anduvieran como pollos sin cabeza buscando alianzas a cualquier precio…había mucho “privilegiado” que no debía volver a la calle, a buscar trabajo. Había que satisfacer las fauces de quién nunca trabajó y no aspiraba a cargos por méritos sino por alcurnia política; familia al fin y al cabo, para así poder seguir influyendo en lo público como si de un feudo tardío se tratara.  Recordemos que el Antiguo Régimen, como los centros con la periferia, se resignifican y en el fondo revelan lo que son o creen ser, una casta privilegia que, sin capacidad ni intención productiva, busca vivir del mismo estado llano que siempre lo hizo. 

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