Los lugares del arte

Un ateísmo manifiesto puso entre la espada y la pared al viajero que visitaba junto a su hijo monumentos milenarios. El hijo intentaba comprender a través de alguna explicación convincente la razón por la cual aquellas gentes de centurias pasadas pudieron hacer tanto, tan grande y tan lleno de contenido y ahora no…No hubo respuesta. Y no la hubo porque la propia razón entraba en contradicción consigo mismo…Algún tipo de creencia creyéndose vinculados a una realidad más allá de lo tangible hizo posible enredarse en tamaños proyectos. Quedaba de manifiesto la imposibilidad de la respuesta. No era sencillo navegar entre orillas tan dispares, entiendo que en la sinrazón podría estar la clave.

 Caben pocas dudas acerca de lo inoportuno que resulta ser visitante de la obra de arte. Y lo es porque nos hemos acostumbrado a ser observadores no intervinientes, como si  aquella no fuera otra cosa que un sujeto pasivo de nuestra mirada, relegadas a una especie de admiración programada que conecta con nuestro entusiasmo en proporción directa a lo mediático de la obra.

En esas estamos y no es distinto a todo lo que sucede a nuestro alrededor. Entorno al que asistimos como espectadores y consumidores de nuestro propio caudal de contrariedades en donde nuestra misma existencia se desarrolla como en una especie de espiral en la que estamos en los adentros y las afueras y cualquier pretensión de pensamiento es producto a la espera de una demanda para la que inventamos la oferta.

En una reciente entrevista realizada al  filosofo alemán Hubertus Von Amelunxen, éste apuntaba que El arte cuando lo es, no interesa porque rompe las estructuras incluso de lo rupturista. Y en efecto así parece ser. Se habla demasiado de arte desde el arte, sucediéndose todo un catálogo interminable de debates en la superficie, propiciando que los argumentos se legitimen en una aparente lectura literal del significante. Algo así como si lo dicho o mostrado tuviera una función asignada donde la cuestiones tienen periodo de vigencia y caducidad; donde el interés en focalizar para desviar se arroga la condición de vanguardia y, con ello, de primera línea del pensamiento vertebrador de la sociedad donde se produce.

No hay duda ya en que las poéticas y narrativas contemporáneas atienden a escrutar su propia categoría como producto –desdiciéndose de la acepción para sí- precisamente, reprobando la categoría del producto.

No es vano apuntar que, tal vez, estemos asistiendo de manera precipitada a una especie de final de lo que termina o aun principio del fin. Lo cierto es que los argumentarios  que tratan el arte más actual se empeñan en abundar en ese proceso, dejando entrever el advenimiento de una corriente que narra la catarsis como elemento estructurador de la crítica. Una crítica que es producto de la misma fuente que el objeto de su reflexión.  Porque no todo es tolerado. El pensamiento no trasciende y desde los foros donde la población reconoce tales estructuras se establece un singular apostolado de lo conveniente creyendo que hay que crear bajo unos estándares que aquellas civilizaciones tal vez tuvieron –hubiera sido una respuesta al fin y al cabo- Y es que hasta la emociones se han desterrado del arte, ahora se venden en forma de arenga y entrenamiento personal. Mandar crear para hacer creer que se está creando, pero no…La obra de arte es el corazón de una sociedad. Pero si la creas para que lo sea, la destruyes… (Hubertus Von Amelunxen).

Pues eso, que dejemos crear a los creadores sin hacer de ellos instrumentos –después de tantos siglos deberíamos haber aprendido y seguimos sin avanzar- . Dejemos que los creadores nos llenen de esos relatos que nos faltan, de lugares inventados para nombrar deseos y experiencias, de expectativas imposibles. Nos sobra admiración, efímera, por lo evidente porque no somos capaces de hacer una leyenda de cultivo para las ideas. Nos sobran mitos del instante y nos falta mitología contra la que luchar…necesitamos, en fin,  alegorías para que las cosas vuelvan a significar algo.

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