Qué poco vale la vida de la clase trabajadora. Esta reflexión me acompaña cada día, al pensar en los terribles sucesos que se dieron el pasado 29 de octubre, en la región valenciana. Esas vidas que no valían lo suficiente cómo para que la economía se detuviese durante un día, esas alertas que fueron obviadas para que la economía no se resintiera. Mientras la naturaleza colapsaba, la maquinaria económica no podía detenerse. La rentabilidad, esa es la prioridad en nuestro sistema económico.
Y, sin embargo, la muerte es paradójicamente muy rentable. Influencers y pseudoperiodistas, llegados a las regiones afectadas por la DANA, inundan estos días las redes en una suerte de macabra competencia, donde bajo una sábana de falsa solidaridad, se pelean por ser el más dramático, el más afectado o el que más idiotece con el último bulo. Demostrando la capacidad del sistema para extraer ganancias hasta de la mayor de las tragedias.
O cambiamos el sistema económico o tendremos este mismo drama en poco tiempo y con los cálculos climáticos en la mano, cada vez de forma más recurrente. El cálculo será siempre el mismo: si la vida vale menos que la muerte, el sistema no protegerá la vida. Al contrario, se aprovechará de la muerte, convertida en mercancía. Es un ciclo perverso, en el que la vida de la clase trabajadora, como la de cualquier ser vivo, se convierte en un costo para la economía y un número más en las proyecciones de ganancias.
Necesitamos construir un sistema alternativo, dónde se valore la vida común por encima de los beneficios de unos pocos. Basado en una planificación racional que tenga en cuenta el conocimiento científico. Un sistema en el que la vida de la clase trabajadora no esté sujeta a simples análisis de coste-beneficio.
En definitiva, no habrá paz para la vida de la clase trabajadora ni para los ecosistemas mientras sigamos bajo un sistema que antepone las ganancias a la vida.