¡Morros de nutria, bazos de ocelote, higadillos de erizo! ¿Aperitivos imperialistas romanos? Todos recordamos esta escena de La Vida de Brian que lleva al extremo una cosa que repetimos a menudo en nuestro pódcast y en esta sección: hoy día seguimos siendo romanos. Muchas de las cosas que en nuestros tiempos vivimos de forma cotidiana con toda normalidad ya ocurrían de modo parecido en tiempos del gran Imperio antiguo, incluso en lo que a salir a comer o a tomar algo se refiere. Vamos, que esto de salir de tapas también es algo de toda la vida.
Si os parece nos disponemos a hacer lo propio y, ya que acabamos de llegar a la ciudad eterna, vamos a tomar algo rápido. Para esto nada como una buena taberna. Sí, de aquellos tiempos viene el término que usamos para estos lugares, aunque en principio el término se refería de forma más amplia a las tiendas de campaña en general. Tiendas de este tipo se utilizaban para abrir al público diferentes comercios y en especial los de venta de vino, las tabernae vinariae, donde podemos empezar bien el día. Con el tiempo se acabaron llamando del mismo modo a los establecimientos que se abrían en los bajos de los bloques romanos de viviendas y son típicos de mercados como el de Trajano en Roma. Muchos de estos establecimientos estaban directamente en el exterior, ofreciendo bebida y comida callejera a los viandantes.
Después de este sencillo, pero feliz comienzo, a lo mejor nos apetece ya sentarnos a comer algo y vivir el ambiente de las gentes sencillas de Roma. Para eso mejor acercarnos hasta una popina. Aquí ya encontramos un espacio, seguramente pequeño eso sí, donde se ubican bancos y mesas para pasar el rato mientras acallamos el rugido del estómago y jugamos a los dados. Pero cuidado porque el juego y las apuestas son ilegales, hay que hacerlo sin llamar mucho la atención. Como os podéis imaginar, estos lugares estaban más bien frecuentados por lo que para algunos eran gentes poco respetables a ojos de las familias adineradas.
En las popinae, como en otros establecimientos, eran habituales las barras, sí, como las de los actuales bares de toda la vida. Y se parecían a las nuestras tanto como para tener la comida en la misma barra. En este caso se situaban una serie de ánforas suspendidas, conocidas como dolia, (dolium en singular), desde las que se servía directamente el producto al cliente. Las había incluso dotadas de un espacio para lavar los recipientes o hasta de braseros para mantener los productos a la temperatura adecuada. Se han encontrado algunas en muy buen estado en ciudades como Herculano o Pompeya donde casi nos podemos imaginar la vida bullendo alrededor tal y como era hace dos milenios.
En esta línea tenemos también las llamadas thermopolia. En un Thermopolium podíamos adquirir comida preparada para llevar sin tener que esperar, manteniendo el calor con estos sistemas adosados a la barra. Como en muchos lugares del planeta hoy día, estos establecimientos tenían su público entre las clases trabajadoras e incluso los esclavos, que no disponían, como os podéis imaginar, de demasiadas facilidades para ponerse a preparar la comida en las cocinas de su casa.
¿Y qué ocurre si lo que queremos, después de un buen paseo por el foro y de visitar el coliseo, es cenar algo y retirarnos a unos aposentos donde poder descansar? Perfecto, entonces lo que tenemos que buscar es una caupona. Aquí podemos calmar el hambre y la sed, pero también encontrar habitación para pasar la noche en las estancias superiores. Un lugar perfecto para los viajeros, similar a los hostales actuales o a las posadas medievales.
Eso sí, seguimos manejándonos en espacios para la gente sencilla o incluso de baja estofa. Claro, los potentados no solían salir a disfrutar demasiado de los establecimientos del populacho, ya tenían sus propias villas donde acoger invitados y dejarse servir por los esclavos de la casa. Eso sí, los funcionarios y viajeros oficiales, y aquellos dispuestos a pagar su alto precio, tenían a su disposición una auténtica red de alojamientos en los caminos imperiales, financiados por el estado romano, para poder llevar a cabo sus desplazamientos con comodidad y seguridad. Eran conocidas como mansios y no les faltaba detalle, tanto para los viajeros como para sus animales, ya que disponían de caballerizas e incluso de animales de refresco para sustituirlos. Se dice que la madre del gran emperador Constantino, Santa Helena, trabajó en una de ellas antes de conocer a su futuro esposo Constancio.
Venga, pero ¿qué podemos comer en estos lugares en los que solazarnos imbuidos en el ambiente que se vivía casi 2000 años atrás? ¿Encontraremos al fin esos suculentos morros de nutria? Bueno, quizá no sea tan exótico el menú, pero desde luego que no faltarán las salsas y los sabores fuertes. Nada más típico, al menos para la cultura popular que nos ha quedado sobre Roma, que el garum. Para acompañar preparaciones de legumbres, verduras, queso o tortas de trigo se podía utilizar esta salsa con base de restos fermentados de pescado y especias, un “manjar” con mucho éxito en la época, aunque hoy día su descripción nos resulte un poco desagradable. Quizá se utilizaba como hoy día la salsa de soja, un elemento para potenciar, o más bien encubrir en ese caso, el sabor de los alimentos; y como curiosidad extra podemos añadir que se dice que su origen es la península ibérica.
Y para beber, desde luego que el vino era la estrella, pero si queremos no beberlo aguado lo tenemos muy difícil. El buen vino de calidad, muy preciado ya entonces, estaba acaparado por las familias poderosas y corría con profusión en sus decadentes banquetes privados. En las tabernae o en las popinae callejeras lo más fácil era encontrar este vino reducido con agua y en muchos casos aliñado con miel, ya que así también se podía disimular su tendencia a quedar avinagrado. Hay que apañarse con lo que se pueda.
Esperamos que hayas disfrutado de este recorrido por la hostelería romana, una buena manera, quizá, para conocer a fondo la realidad de un imperio que bullía y cobraba sentido en sus bajos fondos y gracias a la gente sencilla que lo habitaba, aunque no se hable tanto de ellos y ellas en los libros de historia.
Texto: Eduardo Moreno Navarro
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