Trastos y trastadas
Sección de Raquel Sánchez Muliterno
La mayoría de los que tenemos hijos pequeños o adolescentes crecimos con austeridad y unos padres estrictos generalmente enfocados al trabajo. Hoy, buscamos que nuestros hijos sean felices y para ello queremos darles aquello que a nosotros no nos sobró: abundancia de “cosas” y un estilo afectivo moderno propio de la generación moderna que sentimos ser. Excesiva libertad, pocos límites y falsa tolerancia, ya que confundimos el concepto: tolerar no es que me dejen hacer lo que me dé la gana, sino intentar hace lo correcto y a la vez respetar lo que cada uno hace. A resultas de esto estamos siendo testigos de niños súper regalados que no saben respetar ni a iguales ni a distintos porque se sienten el centro de la creación. Futuros adultos inseguros, frustrados y con tendencia a la depresión cuando sus padres ya no estemos y se les desmonte el tenderete. A todas horas escucho clichés como “puedes ser lo que quieras” (¿y el aprendizaje de los propios límites?), “eres libre de decir lo que quieras” (¿y la empatía y el respeto hacia los demás?), “nunca dejes que otro decida por ti” (¿porqué no les enseñamos que a veces las decisiones se toman entre dos y no individualmente?, ¿queremos enseñarles a convivir y a comprometerse o a separarse a la primera de cambio?)… frases biensonantes en cuyos emisores anida la falsa creencia de que educan en valores, eso sí, modernos. La realidad es que esas doctrinas no llegan a arañar ni la superficie emocional de los hijos… Conectar emocionalmente con los hijos es otra cosa. Es fijarse en sus caras cada mañana mirándoles bien a los ojos, como si los viéramos por primera vez, y redescubrir si hay algo en ellos que pueda ser un indicio de preocupación, malestar o tristeza, y preguntarles si hay algo que les inquiete o les aflija, o si les vemos contentos querer compartir con ellos el motivo de su alegría; es preguntarles cada día qué tal les ha ido sin esperar un monosílabo, preocupados de verdad por lo que han experimentado y por cómo se han sentido, por cómo les ha ido la exposición oral, si estaban nerviosos, si creen que podrían haberlo hecho mejor, si a sus compañeros les ha gustado, si han recordado decir lo que en casa siempre olvidaban, si están satisfechos consigo mismos; es acariciarles y abrazarles y decirles cuánto nos importan y ayudarles siempre que lo pidan, y también cuando no lo pidan y así que comprendan que dejarse ayudar es una forma de dejarse querer, y que no por eso se pierde valía personal; es no menospreciar sus preocupaciones y calzarnos sus zapatos, saber que lo que a nosotros nos parece una tontería para ellos es un mundo y que las pequeñas cosas que ahora están experimentando son para ellos un viaje iniciático en el itinerario complejo de su vida; es respetar su malestar y su llanto en cualquier circunstancia que aparezca y preguntarles qué es lo que les produce ese sentimiento e intentar encontrar con ellos el modo de minimizarlo, en lugar de tirarles del brazo y obligarles a avanzar porque llegamos tarde; es enseñarles el mundo tal cual es explicándoles que hay realidades que no nos son gratas, que el mundo está construido con lo bueno y con lo malo, con lo fácil y con lo difícil, y es ayudarles a entender que ahí precisamente radica nuestra búsqueda de la felicidad, aprendiendo a elegir qué es lo que nos conviene para ser mejores personas y aprendiendo a distinguir qué personas han sabido quedarse con lo bueno. Estar disponible emocionalmente para los hijos es intuir sus envidias y sus celos, llegar hasta ellos a través de la palabra y las caricias para que sientan más que entiendan que nos importan en igual medida que sus rivales afectivos; es comprender que cuando piden algo con mucha insistencia es porque sienten la agonía de un deseo inmediato, es explicarles que recordamos que cuando éramos pequeños nos pasaba lo mismo y cómo con los años uno aprende a ser paciente y a saber esperar las recompensas; es entender que algunas noches no quieran dormir solos porque todos a veces necesitamos abrazar nuestros miedos a alguien. Estar disponibles para los hijos también es dejarles marchar gradualmente, y darnos cuenta de que cuando crecen sus amarres se van soltando y encuentran en los amigos o en la pareja ese vínculo afectivo que nosotros, estando disponibles, les enseñamos a enlazar. Raquel Sanchez-Muliterno Psicóloga
Dicen que antes de abandonar esta vida hay que dejar al menos tres legados para las generaciones que nos han de suceder: un árbol plantado, un libro escrito y un hijo. Las tres acciones son rastros de nuestra memoria, constituyen una prueba de que aquel que las hizo algún día existió, y manifiestan parte de su esencia y de cómo fue y vivió. Pero los legados no solo son materiales. Hay algo que no está hecho de materia y que no se puede tocar pero que también dejamos aquí cuando nos vamos e igualmente describe cuál fue nuestra naturaleza. Cuando un predecesor se va sigue estando presente en sus hijos de forma caprichosa, apareciendo repentinamente de la mano de un olor, un sabor, una palabra o un lugar. Otras veces sin embargo la aparición no es aleatoria y buceamos en nuestra memoria intentando encontrar el modo en que ellos habrían resuelto alguna situación, y entonces se nos hacen vivos a través de una experiencia, un ejemplo, una reacción… es bonito sentir que aunque los padres no estén queda de ellos algo bueno que nos empuja a querer superarnos para acercarnos a su nivel de calidad ética y moral. Por eso con los hijos hay que ser ejemplo positivo. Será nuestro legado a ellos, a la sociedad y al mundo, pues su modo de vida tendrá consecuencias no solo para ellos mismos sino también para su entorno. Por los órganos sensoriales del niño entran torrentes de estímulos que se graban a fuego en sus sentidos; ver y escuchar cómo los padres ayudan a quien lo necesita deja una huella profunda, tan profunda como la que queda cuando la violencia entra en casa para quedarse. Es bueno para ellos sentir en la piel las caricias de la tolerancia y la empatía, del perdón, del “estoy contigo” en momentos difíciles, de la aceptación… escuchar la cadencia de las frases que se dicen sin gritar, para agradar; contagiarse del respeto a todo: a uno mismo y a los otros, a los animales, a las costumbres propias y ajenas, a las normas, al mobiliario urbano, a la limpieza en las calles… pensar desde la gratitud a la vida, a lo que uno tiene y por lo que recibe; aprender a adaptarse, a no revelarse contra las circunstancias pero sí a avanzar a pesar de ellas, convirtiéndolas en oportunidades. Los padres podemos hacer que los hijos vivan en positivo siendo ejemplo de este estilo de vida. Solo hay que dejarles explorar quiénes son respetando el resultado, sentir con ellos sus pequeñas experiencias de cada día, animarles a ayudar a sus amigos y a perdonarles, acompañarles en sus primeras largas noches de estudio antes de un examen, preguntarles cómo están a menudo, abrazarles tanto como podamos, decirles lo mucho que les queremos y lo felices que nos hacen, ser considerados con las vidas ajenas y exigir a los demás ser considerados con las propias, preservar el entorno (reciclando, haciendo uso de las papeleras, cuidando lo que es de todos), transmitirles que somos afortunados por cada privilegio cotidiano del que disfrutamos (familia, alimento, agua, educación, sanidad..) y superar cada obstáculo con determinación distinguiendo lo que es verdaderamente importante (un objeto roto, una mancha de barro o cualquier trastada similar no son merecedoras de gritos ni disgustos). Sólo es necesario un momento para plantar una semilla, podemos gestar un hijo en nueve meses y escribir un libro en poco tiempo, pero para legar un estilo de vida positivo es necesario vivir una vida entera en positivo. Raquel Sanchez-Muliterno y García Psicóloga
Al comunicar con los hijos debemos prestar atención al tándem qué-cómo, pues lo que hablamos con ellos es tan importante como la forma en que lo hacemos. Podemos errar por exceso o por defecto en la cantidad de información que les damos, si bien el segundo caso es más habitual. Cada vez que decidimos reservarles detalles lo hacemos para salvaguardar su inocencia o como antesala de una inminente sorpresa. Ambos casos son poco aconsejables si acostumbramos a hacerlo con frecuencia, ya que un conocimiento limitado del contexto genera un carácter vacilante e inhibe un desarrollo madurativo adecuado para su edad. Solemos charlar con nuestros hijos en un entorno cómodo y seguro que nos hace percibirlos como invulnerables, pero debemos ser conscientes de que la información que les demos tendría que serles igualmente útil fuera de su zona de confort, en circunstancias en las que se les presenten desafíos, obstáculos y amenazas; porque no se da el mismo consejo al gladiador de circo que al espectador y nuestros hijos tarde o temprano dejarán de ser espectadores en su vida. Un superávit en conocimientos les brindará más oportunidades que un déficit, por lo que no hay que tener miedo al hablarles sobre enfermedades de seres queridos, sucesos a familiares o noticias de toda índole. Ellos preguntan aquello que su nivel de maduración les permite comprender ya que no pueden cuestionarse más allá de su capacidad de deducción, por lo que estimulando y respondiendo a sus demandas de conocimiento nunca pecaremos por exceso de información. En ocasiones les ocultamos datos para darles una sorpresa. Ésta puede ser agradable si lo que se oculta es deseable pero también irritante si lo que se busca es posponer un disgusto, como cuando un niño sale de casa ignorando que sus padres le llevan a un centro de salud para vacunarse o los que sienten su primer día de colegio como un acto de traición y abandono por que sus padres que no le habían dicho a dónde se dirigían. A partir del momento en que los hijos tienen capacidad para hablar y razonar es conveniente que los padres les prevengan de todo aquello que vayan a experimentar. De ese modo aprenderán a confiar en sus progenitores y serán más razonables y valientes. Las sorpresas agradables, si son muchas, dejan de ser un buen estímulo aislado para convertirse en una fuente de estrés. Cuando ocurren demasiados sucesos inesperados sentimos que no somos capaces de controlar nuestra vida, y eso en el entorno de un niño puede traducirse en la sobre estimulación que producen las visitas sorpresa de amigos, los viajes sorpresa, los regalos sorpresa, las fiestas sorpresa… Con la planificación alcanzamos más talento y eficiencia que con la improvisación, razón por la que es preferible consensuar con ellos la agenda familiar y no abusar de la intención sorpresiva. En cualquier caso con los hijos lo importante es hablar mucho y de todo, sin tabúes y sin miedos, dibujando con palabras el entorno en que vivimos usando toda la paleta de colores de nuestra experiencia, para que las respuestas que obtengan nunca sean un freno a su curiosidad. Raquel Sanchez-Muliterno Psicóloga
Es mucho lo que se lee y se escucha sobre los derechos de los niños y son pocos ya los que creen que los pequeños, por el hecho de serlo, están expuestos al trato caprichoso de sus mayores. Por fortuna, es solo una pequeña minoría la que se relaciona con ellos de forma abusiva vulnerando esos derechos. En 1990 España ratificó la Convención de los Derechos del Niño (CDN) reformando progresivamente su legislación nacional y autonómica y haciéndola entrar en vigor; a partir de la CDN se les consideró personas con plenos derechos, valiosas en sí mismas y en cada una de las etapas de su crecimiento y maduración. Dejaron de ser receptores pasivos del cuidado protector de los adultos para convertirse en sujetos activos cuyas opiniones y puntos de vista deberían ser tomadas en consideración (artículo 12: respeto a la opinión del niño en todos los asuntos que le afecten). Opino que todo niño tiene más de persona que de niño, porque será niño solo unos años pero persona lo será toda su vida. Esa sencilla razón justifica que no reciba menos consideración que un adulto hacia sus derechos, si bien encuentro un vacío que no queda reflejado en ninguno de los artículos redactados, al menos, de forma explícita. El «derecho a crecer en libertad» los declara libres para pensar y expresar opiniones, y el artículo 31 dice que «El niño tiene derecho al descanso y al esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas propias de su edad y a participar libremente en la vida cultural y en las artes». Sin embargo, cada vez que llegan las vacaciones de verano, navidad o puentes, e incluso en fines de semana, es fácil encontrar profesores que atentan contra el artículo 31 de la CDN y contra el malestar de los niños como consecuencia de ello. Los inundan de tareas, trabajos, lecturas y hasta exámenes programados para los días inmediatos al reinicio de las clases, socavando su salud tanto física como mental. El perjuicio para el niño se hace extensivo a su familia puesto que el estrés y el cansancio que sufre se proyectan y contagian a los que conviven en el mismo núcleo familiar. Los chavales se aíslan entre los libros sumando a su propia presión por aprobar la que reciben de los progenitores, en una sociedad de tradición más resultadista que de procesos. El tiempo dedicado a disfrutar en familia se esfuma entre obligaciones infantiles ineludibles y se complican las salidas de día completo, las comidas con los abuelos y los viajes; en todo caso los libros hacen tantos kilómetros como sus dueños y los deberes se convierten en objeto de discusión entre padres e hijos. El niño que no descansa no juega, y el que no juega no hace deporte, no fortalece amistades y no deja lugar al desarrollo de su creatividad, pero sí a la aparición de hábitos sedentarios y a la obesidad. Como consecuencia de todo ello tiene lugar un escenario de personas (pequeñas, pero personas) hastiadas, conducidas al agotamiento y a la falta de motivación, y más adelante atrapadas en la calle sin salida del absentismo y el abandono escolar (España es el segundo país con la tasa más alta de abandono escolar en la UE). La tendencia mundial en horas dedicadas a deberes es a la baja, aunque algunos profesores españoles naden contracorriente: por algo en España los niños dedican más de diez horas semanales a estudiar mientras que en Finlandia, por ejemplo, dedican menos de tres. Los niños se quejan, los padres lo sufren subsidiariamente, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) lo confirma, y la OMS alerta sobre ello, pero algunos profesores aún no lo saben: los niños tienen derecho a descansar y los deberes en exceso conllevan fracaso escolar. A día de hoy no he conocido a ningún empleado cuyo jefe haya pretendido que pase sus días de descanso trabajando para él, pero sí he visto a niños estudiando cuatro exámenes para el día posterior a unas vacaciones. Los psicólogos intentan corregir el síndrome del niño tirano y la legislación impide el abuso del jefe tirano, pero aún nos falta un sistema educativo solido que evite el fenómeno del profesor tirano. Raquel Sanchez-Muliterno Psicóloga