OPINIÓN

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El ataque de Miguel Ángel Rodríguez contra los medios de comunicación abre el debate acerca de las presiones de la política sobre la prensa y la relación entre ambas esferas.

La relación de simbiosis que se da entre los profesionales de la política y la prensa de un país es fácil de entender con una metáfora muy ilustrativa. Imaginen al político y al periodista como dos erizos que se encuentran solos y muertos de frío. Deciden acercarse el uno al otro para entrar en calor, pero se dan cuenta de que si se arriman demasiado se pinchan. Parece inevitable el contacto entre los gobernantes y aquella parte de la población responsable de informar al resto. Sin embargo, la separación entre ambos es tan necesaria para el correcto funcionamiento de las democracias como la del poder judicial del ejecutivo y el legislativo.

El caso de Miguel Ángel Rodríguez, jefe de gabinete de la presidenta de la Comunidad de Madrid, vuelve a poner sobre la mesa la importancia de una correcta relación entre políticos y periodistas. Y cuando hablo de correcta no me refiero a amistosa -pues eso dañaría la imparcialidad que ha de tener un profesional de la prensa-, más bien hablo de respeto por ambas partes.

Dentro de este respeto entra el dejar trabajar con libertad, sin coacción de ningún tipo, sin ningún atisbo de intervención gubernamental que ponga en peligro el derecho a la información que recoge el tantas veces citado -pero parece que mucho menos leído- artículo 20 de la Constitución. La Carta Magna española también establece un límite que fija en no atentar contra el derecho al honor, a la intimidad, la propia imagen y la protección de la juventud y la infancia. Estas excepciones contenidas en el cuarto apartado dentro del artículo en cuestión no pueden convertirse en un escudo a manos de los políticos para dejar cojos a los periodistas que hacen su trabajo con fidelidad hacia la norma constitucional y en favor de la sociedad a la que pertenecen.

Las palabras de la presidenta Isabel Díaz Ayuso, quien ha llegado a decirle a los periodistas que le deben una disculpa simplemente por hacer su trabajo, resultan cuanto menos inquietantes. Espero que el resto coincida conmigo en que la más responsable de las actitudes de un político al que se le investiga desde los medios sin violar sus derechos como ciudadano sería la de no intervenir de ningún modo e incluso colaborar en la medida de lo posible. Sin embargo, la estrategia del equipo de prensa de la presidenta no ha sido otra que entrar a pisotear los mismos derechos que tanto reivindican cuando están siendo investigados. La difamación que se ha hecho contra los dos periodistas de El País, haciendo públicas sus identidades para después asociarlas al acoso de vecinos y jóvenes, sí es un hecho preocupante para una democracia y no el contar con profesionales decididos a informar correctamente acerca de las actividades de una de las personalidades más poderosas del país.

Existen dos tipos de censura que se entienden muy bien si tomamos la dictadura franquista como ejemplo. En 1938, el régimen aprobó una ley de prensa en la que se establecía la censura previa. Los funcionarios leían los periódicos antes de que estos se publicasen y decidían que salía a la luz y qué no. Así, el Estado negaba la condición de contra-poder que caracteriza al periodismo. El segundo tipo de censura se dedica a castigar las publicaciones que no consideraba oportunas una vez que ya habían salido a la luz, tal y como se hizo en España tras la aprobación de la Ley Fraga en 1966. Al contrario de lo que pueda parecer, esta segunda forma de censura es incluso más agresiva que la primera, pues no solo obliga a retirar la publicación en cuestión sino que toma graves represalias contra el autor (por ejemplo, la suspensión de la acreditación a los periodistas).

Pero hoy en día y al contrario de lo que se piensa normalmente, la intervención de los gobiernos sobre la libertad de expresión no tiene por qué darse en forma de censura tan explícita. Estas formas de control del poder sobre el pueblo y que alguno podría tachar de maquiavélicas van escalando poco a poco en cuanto al nivel de gravedad y daño contra los principios de las democracias. El primer paso consiste en influir en las informaciones de los periodistas para dirigir la atención a un lugar concreto o tapar esto y lo otro. En el capítulo sobre el 11-M de la serie Lo de Évole, Jose Antonio Zarzalejos se ríe con cinismo cuando el periodista le pregunta por las presiones del Partido Popular al diario ABC durante los días que siguieron al atentado. El exdirector del periódico subraya que prácticamente siempre que un político llama a una redacción es para intentar influir en algo que se va a publicar.

El segundo escalón, más grave que el primero, consiste en recurrir a la violencia. Las amenazas, de cualquier tipo y en cualquier grado, pueden llegar a darse una vez el periodista ha decidido no rebelarse ante las coacciones de los poderosos. Además, esta estrategia para intervenir las informaciones hace que el político que busca tapar cierto asunto quede en evidencia con mayor facilidad. El camino de la violencia parece ser el favorito de Miguel Ángel Rodríguez, a quien le han bastado un par de ocasiones en los últimos días para atacar a todo aquel que se atreviera a hacer algo que perjudicase los intereses individuales de Isabel Díaz Ayuso: crear bulos sobre periodistas encapuchados que entran en la casa de la presidenta -mentira reconocida como tal por el propio MAR-, amenazar por WhatsApp a una periodista de eldiario.es o atentar contra el derecho a la intimidad de otros dos profesionales de la prensa, esta vez trabajadores en El País.

El curso de los últimos acontecimientos nos obliga a los periodistas a escribir más sobre la necesidad de libertad en el ejercicio de este oficio que acerca de los muchos otros asuntos que realmente interesan a los lectores. Pero, siendo sinceros, la única forma de describir el mundo con objetividad metodológica y con total fidelidad a la deontología periodística es protegiéndonos de las manos de los poderosos que no hacen más que embarrar el terreno. Señalar todos estos intentos de mutilar el periodismo es el mejor arma contra el que pretende tergiversar la realidad, mucho más eficaz que entrar en el juego sucio.

De la misma manera en que la metáfora de aquellos dos erizos muertos de frío explica a la perfección la relación entre poder y prensa, las analogía del maestro Kapuściński pueden servir para no olvidar lo importante de no cambiar la verdad esclarecedora por las armas sucias de los políticos. «El trabajo de los periodistas no consiste en pisar las cucarachas, sino en prender la luz, para que la gente vea cómo las cucarachas corren a ocultarse».

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