Texto: Alberto Cabañas Cob
El deterioro de nuestro sistema sanitario a lo largo de los últimos veinte años es evidente. Las dificultades para la accesibilidad, las listas de espera para consultas, pruebas diagnósticas e intervenciones, la desaparición de personal en los dispositivos de atención urgente… son experiencias cotidianas para aquellos que precisan de atención médica. Podríamos pensar que existe una suerte de plan malévolo ideado por retorcidas mentes que buscan el fin de la sanidad pública por pura maldad o convencimiento ideológico. Pero quedarnos en esta idea sería simplista y nos impediría entender por qué sucede realmente todo esto y, lo más importante, luchar de forma eficaz contra este desmantelamiento.
Lo primero que debemos comprender es que nuestro sistema sanitario público se entiende dentro del modelo del Estado del Bienestar. Dicho de otro modo, dentro de un Estado capitalista liberal, hay ciertas áreas como la educación o la sanidad que se consideró que debían quedar fuera de la lógica de mercado y deben ser gestionadas por el Estado como parte del sueldo que reciben los trabajadores de forma indirecta en forma de servicios públicos. Es por ello que este sistema es público en titularidad, financiación y provisión, ya que entiende la salud y, dentro de esta, la asistencia sanitaria, como un bien para toda la sociedad y no como un bien para beneficio de unos pocos.
Este modelo del Estado del Bienestar empieza a decaer con las crisis del sistema capitalista del último tercio del siglo XX. Según el crecimiento que el capital requiere para continuar reproduciéndose se estanca en determinadas áreas, el mercado empieza a poner sus ojos sobre nuevos campos que hasta entonces le eran vedados. La atención sanitaria no es el único mercado nuevo que abrir, pero sí uno de los que potencialmente tienen mejores beneficios (al fin y al cabo, enfermar es algo que con el tiempo nos sucede a todos, de modo que toda la población es potencial cliente de este floreciente negocio).
Sin embargo, para poder abrir este nuevo mercado primero es necesario aumentar la demanda, es decir, crear una serie de necesidades que el sistema sanitario público no pueda satisfacer para justificar la entrada del capital en la salud. Mientras que un sistema sanitario público que concibe la salud como un bien social se centrará en evitar que la gente enferme (es decir, en saber qué hace enfermar a la gente y actuar sobre estos factores de forma preventiva), un sistema sanitario que entiende la salud como un bien de consumo necesita generar enfermedad (en realidad, sensación de enfermedad o de riesgo de estar enfermo) para poder vender sus productos.
Para generar ese “estado de ánimo” de enfermedad es preciso hacer un cambio cultural en cómo la sociedad entiende el estar enfermo. Si hacemos un ejercicio de memoria y pensamos en la publicidad televisiva de hace, pongamos, treinta años y la de hoy, seguramente recordemos que los anuncios de medicamentos, aunque existían, no eran tan abundantes. Hoy en día la televisión y las redes sociales están inundadas de anuncios para todos los grandes males de la sociedad: desde catarros hasta la tristeza, pasando por el cansancio, el insomnio… En definitiva, lo que antes era algo manejable por el entorno personal y familiar y muchas veces se entendía como una reacción normal a los avatares de la vida pasa a ser un problema que requiere una intervención médica.
El objetivo de todas estas campañas no es tanto vender esos productos (cosa que sin duda también consiguen) sino instalar en la opinión pública que “más es mejor”. Tendremos más salud cuantos más médicos distintos nos vean, tendremos más salud cuantas más pruebas diagnósticas nos hagan, tendremos más salud cuantos más tratamientos recibamos… Esto es rotundamente falso, ya que las pruebas y los tratamientos generan más salud cuando se usan en los momentos adecuados, siendo incluso potencialmente dañinos si se realizan sin seguir esos criterios.
Pero una vez asentado el pensamiento de “cuanto más, mejor”, la cascada de acontecimientos se precipita. La demanda de la población de que se les haga más pruebas o tratamientos, independientemente de que la evidencia científica lo avale, comienza a crecer, así como la inercia de los profesionales sanitarios de hacer estas pruebas y tratamientos empujados por esta presión y la propaganda de las industrias farmacéuticas y tecnológicas sanitarias. Pronto, el sistema público deja de tener sentido, ya que no puede satisfacer esta necesidad creada artificialmente.
Con este caldo de cultivo, el capital ofrece rápido una solución a este problema que él mismo ha creado: la entrada de la empresa privada en el sector sanitario por la puerta grande. El resto de la historia es desgraciadamente bien conocida: la privatización se acelera alimentada con dinero público y con el respaldo legal y político de los partidos de la democracia liberal, desde la izquierda socioliberal hasta la derecha más ultramontana. Al fin y al cabo, la naturaleza del Estado liberal es ayudar en la gestión de la economía de mercado y no puede ir contra las necesidades de ésta.
Ahora nos toca a nosotros mover ficha. No podemos simplemente pedir que se profundice en la línea que ha creado y favorecido la privatización. No debemos pedir más pruebas, sino más, mejores y más rápidas para quienes realmente las necesiten. No debemos pedir más tratamientos, sino los mejores tratamientos para las situaciones en las que de verdad pueden salvar nuestras vidas. Y sobre todo, no debemos pedir más enfermedad, sino más salud. Un sistema que se centre en la prevención, en conocer y corregir aquello que nos hace enfermar. Que se centre en la calidad de nuestro medio ambiente, en mejorar la capacidad de las personas para poder costear alimentos de calidad, en acabar con las condiciones laborales abusivas que empeoran nuestra salud.
En definitiva, para recuperar una sanidad pública debemos pedir más que una sanidad pública. Primero debemos dejar de vernos a nosotros mismos como clientes que compran salud para vernos como personas que merecen salud. Después debemos exigir que el dinero público deje de ir a manos de empresas que desean que seamos esos clientes. Y finalmente debemos organizarnos para recuperar definitivamente lo que nunca dejó de ser nuestro.
Por una sanidad para todos, 100% pública en titularidad, financiación y provisión de servicios.
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