Vecinos invisibles: las personas sin hogar

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Hay problemas que acaparan atención mediática y otros que, cuando se apagan los focos, siguen estando ahí. El problema de la vivienda acapara titulares y llena las calles con manifestaciones, pero apenas se sigue abordando su realidad más extrema: el fenómeno del sinhogarismo. Un fenómeno que se aleja de los estereotipos que asociamos a las personas que vemos en “situación de calle”: en el parque de la Represa, situado en una zona céntrica de Marbella, vivía Mónica Cervera, actriz que fue nominada a un premio Goya en 2004 como mejor actriz revelación por la película Crimen Ferpecto de Álex de la Iglesia y saltó a la fama por el personaje de Mariajo, la hermana de Amador Rivas en la popular serie La que se avecina.

“Quiero que me dejen en paz y vivir como yo he elegido vivir”, declaraba la ex-actriz el año pasado a la revista Semana, tras rechazar volver a oír hablar del mundo del cine y la televisión. El pasado 17 de febrero de 2025, encontró techo en la cárcel tras ser detenida por robar una bolsa de cacahuetes y agredir a la propietaria de la tienda.

“Esta sociedad nos invita a pensar en el éxito, en ser millonarios, pero estamos más cerca de una persona que vive en la calle que de cualquier rico heredero”, sostiene Iria de la Fuente, investigadora y trabajadora social especializada en sinhogarismo. “Un mal golpe de suerte puede hacernos caer en una espiral descendente no siempre fácil de parar, en la que solo una red de apoyo de un amplio círculo de personas que nos quieren puede detener nuestra caída”, explica esta experta.

Según datos de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza (EAPN), la Comunidad de Madrid era la segunda región en que la vivienda absorbe una mayor proporción de los ingresos de su población (el 19,4 %), problema que se acentúa entre la población pobre (el 47,1%). El 15% de la población madrileña declara tener retrasos en el pago de gastos relacionados con la vivienda principal o compras a plazos.

El caso madrileño sería un ejemplo claro de desigualdad (el mayor índice GINI, salvo Ceuta y Melilla), ya que tiene una mayor renta media que casi cualquier otra región, pero está muy desigualmente repartida. La región de Madrid deja a una de cada cinco personas (20,9%) en riesgo de pobreza o exclusión social. La clave para no caer en esta situación, como decía Iria de la Fuente, es tener redes familiares y sociales capaces de sostenernos cuando vienen mal dadas, ya que la cifra se eleva a una de cada tres personas (32,9%), si hablamos de quienes declaran no tener capacidad para afrontar un gasto imprevisto.

El caso de Mónica Cervera es una anécdota, pero ilustra que quedarse sin hogar podría pasarle a cualquiera, al menos, más fácilmente de lo que pensamos. Ana Martínez (nombre ficticio para conservar su anonimato) participó del “Proyecto piloto de Recuentos Nocturnos de personas sin hogar en España 2023”, cuando trabajaba en una de las entidades sociales que colaboraron y cuenta lo siguiente: “Recuerdo a un entrenador de fútbol que cobraba igual o más que yo, pero al que una lesión física le impidió volver a encontrar trabajo y acabó perdiendo la casa y acabando en la calle”, narra.

En la misma línea, Lola es una participante de un programa de Hogar Sí que cuenta: “no somos extraterrestres los que nos quedamos sin techo, somos personas normales que hemos llevado una vida normal”, relata en el vídeo grabado por la entidad. Su caso es representativo de no pocas mujeres dedicadas toda su vida a las tareas de crianza y cuidados, que al divorciarse se quedaron sin casa y sin pensión, recurriendo a contratos temporales (Lola era celadora) que cuando acabaron le impidieron seguir pagando un alquiler cada vez más caro.

Como explica Iria de la Fuente en la entrevista de este número, a la población migrante (especialmente menores no acompañados que quedan desprotegidos al cumplir la mayoría de edad) y las mujeres víctimas de violencia de género, se suman personas con algún tipo de enfermedad como uno de los perfiles de riesgo. Según un artículo académico escrito por Gonzalo Caro y Leire Olmeda, los problemas de salud son el principal factor de cronificación del sinhogarismo. Es decir, el que más te dificulta salir, una vez entras. “El detonante de la espiral puede pasarnos a cualquiera: una lesión en alguien acostumbrado al trabajo físico puede convertirle en parado crónico o un cáncer puede arrojarte fuera del empleo si la empresa no es “comprensiva” con las bajas y la dedicación que esta u otras enfermedades precisan para lograr o intentar una recuperación”, explica Iria de la Fuente.

Esta investigadora cuenta que cuando trabajaba directamente en la intervención social veía de forma recurrente la trayectoria del hombre de mediana edad que siempre había trabajado (a menudo, en el sector de la construcción), pero al que la crisis de 2008 le rompió sus expectativas. No solo peones de la construcción, “también un ingeniero que había ganado mucho dinero, que participó en la creación de -por ejemplo- Port Aventura”, recuerda De la Fuente.

La investigadora denuncia que hemos abandonado los valores de la solidaridad, asumiendo un discurso que califica de “neoliberal”. Ella argumenta que “hemos comprado la idea de la meritocracia, de que si trabajas lo suficiente, vas a lograr todo lo que quieras…y eso implica, aparte de no ser real, que aquella persona que no lo consigue por los motivos que sea, se la considera una fracasada y que se ha ganado estar en esa situación”.

Un problema de vivienda, pero no solo

En su último Observatorio de Emancipación, el Consejo de la Juventud de España (CJE) alertaba de que el alquiler medio se había situado en los 1.072 euros. Por encima de lo que, de media, cobra un joven…lo que se conoce como “un problema como una casa”, como titularon a otro de sus informes. Cada vez menos, las personas jóvenes que consiguen emanciparse lo hacen compartiendo entre varias personas o con la ayuda económica familiar.

Algo que no está al alcance de jóvenes migrantes que llegan a un nuevo país sin red familiar de apoyo, accediendo a empleos más precarios y sufriendo en su mayoría discriminación en el acceso al alquiler, como denuncia la asociación Provivienda en un informe sobre discriminación residencial. También las trabas son más difíciles de sortear para acceder a vivienda pública que llega a pedir hasta 10 años de antigüedad de residencia, en el caso de la Agencia de Vivienda Social (AVS) de la Comunidad de Madrid.

“Yo tengo compañeras que son profesoras universitarias con verdaderos problemas para mantener sus viviendas…y tienen formación y han trabajado, han cumplido con todos esos requisitos que se supone que la sociedad nos exige, y también están en esa situación de vulnerabilidad”, describe Iria de la Fuente para defender la regulación del precio de los alquileres. Pero además, no basta con subir el salario mínimo, aunque haya tenido un efecto reductor de la pobreza: “el empleo tiene que volver a ser un factor de protección”, afirma la experta, que considera que antes de la crisis existía “un pacto keynesiano, en el que las empresas compraban paz social a cambio de pagar lo suficiente a los trabajadores, que se ha roto”. La cuestión de la vivienda es, en última instancia, una cuestión de clase (con todas sus derivadas de raza y género).

Esa temporalidad del empleo que solo ahora se ha empezado a reducir con la última Reforma Laboral, provocaba situaciones muy paradójicas. Por ejemplo, nos cuenta la trabajadora social que le entrevistó, un hombre que vivía en un centro de personas sin hogar a la vez que trabajaba como guardia de seguridad en otro centro de atención a personas sin hogar. “Le hacían contratos de tres meses, así que se buscaba una habitación que alquilar pero pedía que le guardáramos la plaza porque, efectivamente, volvía cuando agotaba el trabajo y el desempleo”, recuerda esta trabajadora. Tener empleo ya no era garantía de salir de vivir en la calle.

A veces, es la dignidad de la propia persona la que le impide aceptar según qué situaciones. Otra profesional nos cuenta el caso de un trabajador de la hostelería en situación de sinhogarismo que no cogía trabajos que fueran estables porque consideraba que no podía hacer bien su trabajo si no tenía donde vestirse y cambiarse todos los días. Iba tirando con empleos temporales y de fin de semana, que le permitían organizarse a través de albergues y otros recursos de ayuda. Su ética profesional resistía incluso a esas condiciones difíciles.

“Eso perpetúa el círculo de exclusión”, lamenta Iria de la Fuente. Ella señala la dificultad de hacer una buena entrevista de trabajo si no has tenido un espacio para ducharte, cambiar o haber dormido adecuadamente. También supone un reto para las personas sinhogar tener que dar a sus potenciales empleadores una dirección que la empresa puede ubicar como un centro de atención a personas sin hogar, con el consiguiente estigma y prejuicio social.

“La casa, primero”: soluciones obvias o no tanto

Estas dificultades llevaron a empezar a emplear soluciones innovadoras que se alejaban de lo que se hacía antes. Hasta ahora, explican los expertos, se realizaba un modelo de atención en escalera en el que la persona sin hogar iba subiendo peldaños (dejar el consumo si lo hubiera, mantener su higiene, buscar empleo, mejorar sus habilidades laborales, etc.) hasta lograr la inclusión laboral y, finalmente, el acceso a una vivienda independiente. Pero llegó “Housing First” (que significa “vivienda primero”) a romper ese paradigma y empezar la atención a esas personas dándoles en primer lugar una vivienda. “Supone garantizar un derecho básico fundamental”, explica Iria de la Fuente, que defiende la medida como forma de evitar esa espiral descendente en los perfiles que aún no se han cronificado. No obstante, advierte: “a veces, el deterioro de las personas que llegan a un programa de Housing First es muy grande”, especialmente en lo relativo a habilidades sociales (o problemas de sustancias o de salud mental), lo que incrementa las posibilidades de fracaso o conflictividad vecinal, ya que también ocurre que el entorno del bloque acoja al nuevo vecino con hostilidad.

“Más allá de la vivienda, un derecho fundamental que ven vulnerado las personas sin hogar es el derecho a la comunidad, a la participación social”, defiende Iria de la Fuente, preocupada por los efectos de la soledad y el aislamiento en este colectivo. Para ello, explica, son beneficiosos los programas de formación y empleo porque reconectan a esas personas excluidas con un nuevo entorno social. “No hay recetas mágicas”, resume, apostando por focalizar los programas de Housing First en algunos perfiles, por ejemplo los jóvenes sin hogar, que han crecido de forma alarmante, como alerta la directora del Instituto de la Juventud, Margarita Guerrero, en su artículo de la revista.

El estigma de la droga

Como vemos, la realidad de las personas sin hogar tiene poco que ver con el imaginario en torno a la droga que se generalizó en los años 80 por la crisis de la heroína. El consumo de sustancias puede originarse, incluso, posteriormente a caer en la situación de calle, como forma de evasión y de poder soportar las durísimas condiciones de soledad y frío.

“Es un factor detonante (el consumo de sustancias), pero influye también que es más difícil dejar una adicción en esa situación”, explican los expertos. Sin embargo, desligan ambos fenómenos: “al igual que la crisis del fentanilo en Estados Unidos no se da en todas partes, también aquí la droga afecta según los barrios y el nivel socioeconómico”, explican. Por ejemplo, una de las profesionales explica que la cocaína está más asociada al consumo en personas de renta alta y que ha atendido pacientes, como un cirujano, cuyo trabajo y renta le permitían mantener hacia el exterior la apariencia de normalidad.

En cambio, drogas como la heroína producen efectos más visibles y es consumida por perfiles más empobrecidos. “Una posición social privilegiada permite esconder mejor los problemas, no acabas en servicios sociales o Proyecto Hombre, porque puedes permitirte desaparecer un tiempo en la Clínica López Ibor y que nadie sospeche nada”, ejemplifica una de las profesionales del Trabajo Social.


La calle es sinónimo de desprotección

Más mortalidad, más enfermedades y riesgo de suicidio, más traumas y enfermedades mentales fruto de estar en la calle. A la dureza de las condiciones de vida de una persona sin hogar, se le suma otro elemento: la aporofobia (odio a los pobres) y la violencia que sufren. Casi la mitad de las personas sin hogar ha sufrido delitos de odio, según el Observatorio HATEnto, impulsado por Hogar Sí.

El 60% fueron agredidos en el lugar donde pernoctan, como le pasó a Pedro, quien recibió una paliza en el cajero donde dormía. “Yo temo morir en la calle”, cuenta en un vídeo de sensibilización de Hogar Sí, “que venga un día un borracho, algún niñato, un niño de papá y me pegue una puñalada o me pegue fuego”, continúa. Según este observatorio, son precisamente hombres jóvenes (18-35 años) en un contexto de ocio nocturno los responsables de la mayoría de agresiones.

Y el 87% de las víctimas no denuncia, al contrario, lo sienten casi como una costumbre: el 81% lo han sufrido en más de una ocasión. Desde Hogar Sí, Gonzalo Caro recalca que esas cifras hablan de vejaciones graves, porque a menudo las personas en situación de sinhogarismo no identifican como discriminación otros comportamientos más sutiles. “Si entran a un bar y se niegan a servirles, también es discriminación, aunque la persona no lo identifique”, señala también Iria de la Fuente como ejemplo.

Además, la razón por la que se ven menos mujeres en situación de sinhogarismo es porque son víctimas potenciales de violencia sexual (el 13% declara serlo), lo que las lleva a recurrir a prostitución por superviviencia y otras formas de refugio y autoprotección que aumentan su invisibilidad y exclusión. A menudo migrantes, muchas mujeres del hogar internas soportan violencias inimaginables porque si son despedidas pueden quedarse sin casa y sin derecho al paro.

Que alguien haga algo: los poderes públicos

Según la “Guía de Recursos para Personas en Situación de Sinhogarismo” de la Comunidad de Madrid, las instituciones y la sociedad civil prestan distintas opciones para dotar de alojamiento (como el SAMUR Social), comida (como Cáritas y diversas parroquias y asociaciones), atención social (externalizada, a menudo, en empresas como Grupo5) y sanitaria (entre ella, destacan los equipos de calle especializados en salud mental), higiene personal o apoyo de distinto tipo, especialmente de cara a la inserción laboral. No obstante, se trata de recursos de emergencia o ya muy saturados, por lo que impera la desprotección ante un desinterés institucional que no es nuevo.

Hasta el año 2021, estuvo vigente en el Ayuntamiento de Madrid una ordenanza de origen franquista (1948) que prohibía la “mendicidad”. Recientemente, el Gobierno de Almeida está estudiando volver a multar a las personas sin hogar con sanciones “de hasta 6.000 euros”, según rezaba un titular de Madrid Informa.

Y eso que ni siquiera tienen bien cuantificado el fenómeno: Madrid, Alcalá de Henares, Alcobendas, Alcorcón, Fuenlabrada, Getafe, Leganés, Móstoles y Torrejón de Ardoz fueron invitados a participar en 2023 en un proyecto piloto del Ministerio de Derechos Sociales, para realizar un recuento nocturno de personas sin hogar. Únicamente fue Parla, entre los municipios invitados, quien recopiló y mandó los datos. Aunque Rivas no estuvo entre los municipios invitados, algunos de los expertos con los que hemos hablado consideran que “el fenómeno es mínimo allí por el efecto de atracción a Madrid, que es donde están los recursos de servicios sociales, si bien no hay que olvidar el fenómeno de infravivienda en Cañada”.

En opinión de la investigadora Iria de la Fuente, “a lo mejor pensar que existen 40.000 personas sin hogar es asumible para los poderes públicos, lamenta. No obstante, cree que el fenómeno sería más difícil de ignorar “si pensamos en más de un millón y medio de personas en situación de exclusión residencial, que están en viviendas inseguras, sin título legal u ocupando por necesidad”. Tampoco se estarían contabilizando personas que están en centros de internamiento (penales o para migrantes en situación administrativa irregular) o las mujeres que huyen de sus casas por sufrir violencia machista y encuentran alojamiento en la red de protección.

“En San Cristóbal hemos visto espacios no adecuados para la vida, habitáculos sin sanitarios o cocina, con moho por las paredes, pero eso nadie lo cuenta”, expone De la Fuente, señalando que hay problemas graves de vivienda que no se solucionan con otro centro más de atención sino “reconstruyendo la ciudad y abandonando la gentrificación” que expulsa a muchos vecinos y vecinas.

Cuando niegan que existes

Pero no solo las instituciones vuelven la espalda a las personas sin hogar, también nosotros y nosotras, la sociedad. “Cuando hablas con ellas (las personas sin hogar), es dolorosísimo escuchar lo que cuentan sobre sentir que no existes”, explica Iria de la Fuente. La gente pasa y finge no ver a las personas sin hogar. “Es la negación absoluta del Yo, creo que no hay nada peor que sentir que no eres importante para nadie, que no tiene a nadie con quién contar, a quién pedir ayuda”, continúa. Las personas sin hogar lo cuentan con dolor y con rabia. “Somos personas también”, dicen. A ellos y ellas va dedicado este reportaje, para que abramos los ojos…y las veamos.

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