Una mirada vale más que mil palabras

Sin dejar escapar la ocasión del beneficio, bien a través del sortilegio materializado en amuletos animados, bien por el reporte pecuniario que supone la extendida práctica del Merchandaising; lo cierto es que profundizando en el término y lo que hoy entendemos por mascota nos lleva, a veces, a establecer una comprensión simbólica del sujeto, haciéndola corresponder con un evento concreto en un tiempo establecido entre dos fechas. La mascota es la forma en que animamos algún tipo de valor en la mayor parte de los casos infantilizada. Tal vez esto ocurre con la intención de trasladar al personal cierta candidez, quedando fuera la contienda y lo trágico, pero resulta que la acepción nos llega de lejos y dotamos con la misma terminología al ser vivo y animado que desde el mismo neolítico fue domesticado (adaptado a la Domus, mediante el que se establece unos vínculos de muy diferentes signos). La domesticación de animales tuvo inicialmente un carácter práctico que, unas veces por la fuerza que poseía, y otras por servir como alimento almacenado con vida, cuando no como pieza prolongada de nuestra necesidad de alerta permanente, se convirtieron en elementos de indudable valor con el que se llegó a establecer vínculos que aún perduran. Los animales de granja y ganadería parecen no haber atesorado el afecto para la convivencia sin amenaza; otros, sin embargo y por sus naturalezas y adaptaciones creadas por el humano, además de habérseles otro lado otros varones concentrados en el acompañamiento al que también se han adaptado (los gatos, es un caso de parte) llenan nuestras viviendas, antes con una especie de categoría subsidiaria, hoy bajo otros postulados de respeto y convivencia.

El hecho y bien está, es que estos seres vivos, animales como perros, gatos, aves, conejos, cobayas, y algún que otro donde los humanos parecen querer mostrarse de forma sofisticada, comparten el espacio en nuestros hogares alejados de esa categoría que demanda y encierra el término mascota.

La insistencia en la protección animal y en la consideración de sus derechos, con leyes que lo amparan, ha resultado fundamental para que esa conciencia llegue a extenderse hasta llegar a ser considerados parte de la familia. Este proceso de aprendizaje, mediante el que cada vez más somos capaces de descubrir y poner atención hacia estos animales en su forma de mirar y comportamientos que trascienden lo humano, nos ha llevado a explorar unas categorías de afecto y formas de relación que creíamos culminadas en nuestra condición de homo sapiens. Sin embargo, no es así. La relación que establecemos con otras especies compartiendo nuestro hábitat, nos ha sometido a una compresión de esos afectos sin tabúes, sin máscaras ni vergüenzas, no por ver humanizada a nuestra mascota, sino por una especie de clave que viene a abrirse hacia una forma de comprender distinta. Formas de un interés inocente y un desinterés por los intereses capaz de seducirnos de manera hipnótica tanto, que a veces uno llega a penar si no será que aquellos a los que categorizamos como mascotas, no serán, en el fondo la evidencia de aquella evolución hacia la teoría del motor inmóvil que tanto se empeñó Aristóteles en señalar. Y es que hay trajines de los que aún no hemos sabido deshacernos, mientras ellas, las mascotas, aun en un entorno doméstico, son capaces de hacernos saber que se vive para lo que se es, mientras nos afanamos en un movimiento incesante que no descubre otra cosa que el largo camino que deberemos recorrer para deshacernos de trajines que nos dejen ser.

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