Si todo está conectado, es difícil pensar que este desastre mundial del Covid-19 no tenga relación con nuestro modo de enfrentar la realidad. Vimos lo que ha sucedido con las personas mayores . Cuando se desató la pandemia, nos hemos encontrado con hospitales desbordados, personal sanitario obligado a trabajar prácticamente sin ningún equipo de protección, residencias de ancianos convertidas en morgues, gente formando largas colas para hacerse tests. Grandes mayorías despojadas de sus derechos y de la vida
Si tomamos distancia para leer adecuadamente este presente, descubriremos que tales situaciones han sido, en buena parte, el resultado de sistemas de salud desmantelados año tras año. El mundo avanza hacia una economía que procura reducir los “costos humanos”, los costes laborales y los de protección social. La privatización de servicios públicos, la especulación financiera con la ganancia fácil como fin fundamental se imponen progresivamente y pretenden hacernos creer que basta la libertad de mercado para que todo esté asegurado.
Los relatores de la O.N.U. sobre los derechos sociales lo han denunciado: “El coronavirus revela los efectos catastróficos de la privatización de servicios básicos. La conversión de los servicios públicos en producto financiero ha resultado en un aumento de los precios, el deterioro de su calidad y la precarización de las condiciones laborales de sus trabajadores. Las empresas privadas se dedican a maximizar sus beneficios y no responden a los intereses públicos, sino a los de sus accionistas”
La tan publicitada globalización se concreta, de hecho, en la libertad de los poderes económicos para invertir sin trabas en todos los países. De este modo la política se vuelve cada vez más frágil frente a los poderes económicos transnacionales. El derecho fundamental de los pueblos a la subsistencia y al progreso se ve fuertemente dificultado por el pago de la deuda que no sólo no favorece el desarrollo, sino que lo limita y lo condiciona fuertemente.
En relación con la naturaleza, los bancos y grandes fondos de inversión están invirtiendo masivamente en tierras y recursos naturales. El cuidado de la casa común del planeta no interesa a los poderes económicos que necesitan un rédito rápido. Y frecuentemente las voces que se levantan para la defensa del medio ambiente son acalladas o ridiculizadas, disfrazando de racionalidad lo que son sólo intereses particulares.
Lo que está provocando la desposesión de tierras a las comunidades locales (al destinarlos al monocultivo y agricultura intensiva), envenenamiento del suelo, deforestación, pérdida de biodiversidad, y la destrucción del medio ambiente, que está también en el origen de las pandemias.
Nos encontramos ante dos lógicas, dos posturas ante la vida y ante la organización de las relaciones sociales y medioambientales: por una parte, la lógica del reconocimiento universal de los derechos humanos proclamados por la O.N.U. en 1948 que dio lugar a los Estados de Bienestar. Por otra, la lógica de la acumulación de beneficios económicos por la desposesión de esos mismos derechos humanos.
Thomas Piketty documenta en “El Capital en el s.XXI” este proceso de concentración de la riqueza y el aumento de las desigualdades: En treinta años (1978-2007) el PIB de EE.UU pasó de 2’5 billones a 14’7 billones . Pero, si en 1978 los ingresos estaban repartido entre el 10% más rico y el 90% más pobre en una relación 33:67, en 2008 pasó a estar en una relación 50:50.
Se hace necesario que los Estados recuperen la capacidad y la libertad de actuación política frente a los mercados especulativos, para garantizar los derechos de sus ciudadanos. Los Derechos Humanos deben prevalecer ante las prácticas depredadoras sociales y medioambientales de un mercado sin contrapeso ni regulación.
Eubilio Rodríguez Aguado