Imagina que llevas mucho tiempo queriendo conducir una moto de gran cilindrada pero por razones económicas o circunstanciales nunca has podido y llega un momento en que lo tienes todo a favor: cuentas con tiempo y presupuesto y decides que no hay nada que te limite. Das unas clases, apruebas tu carnet y compras tu moto. Ahora solo te falta rodar con ella, experimentar, coger curvas, tumbar, comprenderla y dominarla. El único problema es que tienes mucha máquina y poca experiencia, un depósito cargado y poca carretera, mucha ilusión y a la vez mucho miedo. Esto mismo es lo que le pasa a un niño cuando pasa de la infancia a la adolescencia: llevaba mucho tiempo queriendo ser mayor y no podía, pero ahora su cuerpo se ha desarrollado, siente que tiene autonomía y que los padres empiezan a darle un poco más de libertad. Ya puede salir solo, hacer muchas de las cosas que hacen los adultos, vivir la vida, experimentar nuevas sensaciones, probar los límites, sentir el riesgo, ver todo desde otra óptica, intentar comprender el entorno y a si mismo e intentar dominarlo todo. El adolescente no tiene una moto sino una vida a estrenar y todas las hormonas que le empujan de forma impulsiva son su combustible; tiene los depósitos llenos a reventar y necesita consumir toda esa energía. La única diferencia es que un conductor pasa por una autoescuela y no puede rodar si no aprueba un examen, mientras que un adolescente aprende saliéndose de las curvas.
Los chavales viven ansiosos de estímulos pero tan pronto frenan como aceleran y a veces se aburren, todavía no saben reaccionar como un adulto ni tomar decisiones maduras. Lo primero que haría un motorista novel es buscar grupos moteros en las redes porque no hay nada mejor para aprender que el grupo de iguales, esos que están en similares etapas de experimentación y nos comparten su saber hacer o nos permiten reafirmarnos al enseñarles lo que sabemos. Los adolescentes necesitan adolescentes porque los padres son un coche de caballos.
Según la OMS un individuo se considera adolescente cuando tiene entre 11 y 18 años. En 2019 había en España alrededor de cuatro millones de personas en esa franja de edad (Fuente: INE), la mayoría de las cuales necesitaba pasar más tiempo entre amigos que con sus padres. Nada de esto ha cambiado salvo por la situación excepcional que estamos viviendo debido a la pandemia de enfermedad por coronavirus. Nuestros adolescentes hacen un gran esfuerzo al confinarse ya que sus amigos siguen siendo sus imprescindibles y apenas pueden verlos. Cuando el púber deja atrás la infancia los padres perdemos el control físico sobre los hijos pero no la esperanza, ya que intuimos que todavía podemos ejercer alguna influencia en sus esferas intelectual y emocional. Es nuestra labor comprender que si no pueden reunirse con sus amigos en persona al menos deberían poder hacerlo a través de las redes. Solo así seguirán experimentando y evolucionando en una etapa en la que tenemos que acompañarles y a la vez, empujarles para que aprendan a rodar solos.
Raquel Sanchez-Muliterno