No hace falta más que encontrar la punta del hilo del que tirar para que, una tras otra, se vayan sucediendo, cuestionando y apilando las variables que se pueden manejar en las consideraciones acerca de una convivencia donde nuestra seguridad no se vea amenazada.
Y es que cuando hablamos de sentirnos seguros y su contrario, la inseguridad, en un primer instante localizamos de forma reduccionista la punta del hilo en nuestro entorno más inmediato. Nos sentimos seguros si somos conocedores a ciencia cierta de que ningún “delincuente” va a abordarnos allí donde estemos y queramos ir. Bien está, pero una vez que comenzamos a tirar del hilo resulta que descubrimos antecedentes, circunstancias, ponderables e imponderables que no quedan sometidos a esa realidad con la que nos gustaría encontrarnos en la calle.
Hay pocas posibilidades de escapar a la obra de George Orwell y a la asfixiante presencia del Gran Hermano que todo lo vigila y castiga en “1984”. En esta obra, la aparente seguridad se transforma en miedo, inseguridad y aniquilamiento emocional. La seguridad se convierte en una zona de absoluta incertidumbre y un lugar del que escapar si no se pierde la conciencia.
Sería conveniente recordar que la seguridad-inseguridad es debate amplio y siempre recurrente y, en esa conveniencia, no olvidar que las sensaciones y consideración acerca del estado en el que se encuentra el binomio llega suscitado desde esas variables manejadas en la extensión y retractilado de sus tentáculos.
De ahí que de forma puntual se puede tener la sensación de estar viviendo un momento álgido de inseguridad producto de los patrones hegemónicos desde la ubicación en la que nos encontremos, según la lectura de un inexistente escalafón que nos viene marcado.
En el libro “Hay que colgarlos” escrito hace años por Enrique de Castro, se realiza una pormenorizada secuencia de los orígenes de nuestra sociedad a través de la amenaza que supuso en el Madrid de los 80 y posteriores décadas, la entrada masiva de la heroína en los barrios más vulnerables. Los efectos colaterales en forma de atracos, tirones y demás fórmulas para hacerse con la cantidad necesaria que aliviara el mono, puso en alerta a una sociedad que buscaba erradicar el objeto visible. Sin embargo, poco se hablaba de la connivencia de las instituciones para que la cosa se alargara y no parara. Poco se habló de lo que el mercado ofrecía con profusión y la frustración que generaba en los que no estaban invitados a la fiesta…
Y ahí es donde, cada vez que las instituciones deciden, la estructura en materia de seguridad hace aguas. Porque, tal vez, es necesario mantener temores por un lado y un medido grado de placidez por otro. Es necesario mantener un cierto estándar de inseguridad para vender alarmas, abrir debates ideológicos o defender cortijos a cualquier precio generando alertas, mientras no se lleva a cabo una educación en igualdad de condiciones, mientras -esto viene de lejos- no se lleva a cabo unas políticas de integración en igualdad de derechos y obligaciones.
El miedo vende, pero éste se mantiene dirigido y así alcanzan cuotas de representación parlamentaria los ignominiosos. Se nos olvida que no vivimos en un país y una localidad donde la inseguridad ciudadana sea un problema que modifique nuestra actividad. Rufianes siempre los hubo, pero si hoy existe en parte dicho problema no lo es porque la necesidad sino, en muchos casos, por odio a la diferencia, por la normalización del acto violento como fórmula de autoafirmación, por las “manadas” que campan jaleadas… y eso es un problema que hunde sus raíces en la educación. La necesidad no desata inseguridad para el “otro” pero es cierto que las anima dicha sospecha desde la vociferación de medios e ideologías abyectas. Lamentablemente, de ese discurso va a depender nuestro índice de satisfacción respecto a la sensación de seguridad, aunque siempre habrá quienes clamen por un nuevo Esquilache, por una jaula de oro, cuando no por un estado policial sin cuestionar quien vigila al vigilante y hasta donde el vigilante se convierte en un problema de seguridad ciudadana. No alarmemos, de momento, nada de eso ocurre en nuestro entorno, por suerte.