La historia de nuestro planeta está marcada por cambios climáticos significativos que definen en ocasiones el recorrido de la historia. Uno de ellos es la llamada pequeña edad de hielo, un periodo de enfriamiento climático que tuvo lugar aproximadamente entre los siglos XIV y XIX en diversas zonas del hemisferio norte, especialmente en Europa. Durante esta época, las temperaturas descendieron significativamente provocando grandes cambios en la forma de vida de las zonas afectadas. Las causas principales, según los análisis científicos que se han realizado, parecen apuntar a un periodo anormal de baja actividad solar, como el sucedido entre 1645 y 1715 conocido como mínimo de Mauder, y a la alta actividad volcánica.
A pesar de que la Pequeña Edad de Hielo no debe confundirse con una glaciación a gran escala, como la última Edad de Hielo que cubrió vastas extensiones del planeta, sí que existen conexiones entre este periodo y las glaciaciones anteriores. De hecho, en términos de la amplia historia del planeta, vivimos hoy aún en un período que podríamos llamar Edad de hielo y que comenzó hace más de 40 millones de años y que ha mostrado ciclos glaciales recurrentes. Hay que tener en cuenta que, con esa mirada amplia, La Tierra ha tenido épocas mucho más cálidas de forma habitual y no se puede decir que en sus 5000 millones de años hayan existido demasiados periodos en que se mantuvieran de forma constante amplias zonas heladas como aún ocurre hoy, aunque como especie parezcamos empeñados en que esto deje de suceder.
De hecho, ya refiriéndonos a épocas más recientes, aunque hablamos de miles de años, los glaciares se extendieron por gran parte de Europa, dejando huellas geológicas y modelando el paisaje. Algunos de estos glaciares se mantuvieron en regiones montañosas, como los Alpes, y en la Pequeña Edad de Hielo experimentaron un crecimiento adicional debido a las bajas temperaturas. Esto también ocurrió en España donde se ha documentado el crecimiento de glaciares en los Pirineos o Sierra Nevada.
Un elemento icónico de aquellos periodos de bajas temperaturas en Europa ha quedado reflejado en el arte. Es habitual encontrar obras pictóricas y crónicas de época que muestran escenas invernales y lagos o ríos helados que favorecían la práctica de juegos en el hielo. Un ejemplo lo tenemos en las llamadas ferias de hielo que se realizaban en las aguas heladas del Támesis en Londres. Los barqueros y los comerciantes aprovechaban para organizar actividades y obtener ingresos derivados de una situación tan especial.
De forma progresiva los inviernos tan crudos como para generar una capa de hielo tan resistente se fueron reduciendo, pero durante al menos dos siglos se produjeron situaciones que lo hicieron posible. La última feria de hielo documentada tuvo lugar en febrero de 1814, y tuvo como curiosidad un espectáculo sin precedentes, la idea de hacer caminar a un elefante sobre las aguas heladas del Támesis.
Uno de los eventos más destacados durante la Pequeña Edad de Hielo ya lo comentamos en uno de nuestros artículos anteriores aquí en Zarabanda, nos referimos al ya célebre año sin verano de 1816. Este fenómeno fue causado por la erupción del volcán Tambora en abril de 1815, en la isla de Sumbawa, en Indonesia. La erupción liberó grandes cantidades de cenizas y aerosoles a la atmósfera que provocaron, por efecto de la reflexión de la luz solar, un enfriamiento global durante los meses siguientes.
El invierno de 1815-1816 fue excepcionalmente largo y frío en Europa, y las bajas temperaturas se prolongaron hasta el verano. Las heladas tardías y las nevadas afectaron los cultivos y causaron una escasez generalizada de alimentos. Las consecuencias fueron devastadoras, con hambrunas y una disminución de la productividad agrícola. Además, las malas cosechas provocaron un aumento en los precios de los alimentos y un descontento social generalizado. Algo que fue sucediendo cíclicamente en todo el periodo de la pequeña edad de hielo europea.
Para hacernos una idea de lo que pueden provocar pequeños cambios de temperatura en nuestra forma de vida, hay que tener en cuenta que todas estas consecuencias terribles que provocó el llamado año sin verano se calcula que se dieron ante una bajada media de la temperatura mundial de tan solo un grado. Algo que habría que recordar a aquellos que ahora minimizan el hecho de que pueda subir la temperatura del planeta a causa del cambio climático en más de dos grados.
Por otro lado, y como consecuencia de la necesidad, la Pequeña Edad de Hielo, estimuló en Europa el desarrollo de tecnologías que ayudaron a las comunidades a adaptarse y sobrevivir. Fueron años para experimentar con variedades de cultivos más resistentes al frío y se adoptaron métodos de cultivo más eficientes. La necesidad de protegerse del frío también impulsó avances en la construcción de viviendas, como el uso de materiales aislantes y métodos de calefacción más eficientes; o en la navegación, ante el reto de crear rutas en mares helados que darían lugar por ejemplo a las grandes aventuras de exploración de los polos.
En los tiempos actuales vivimos una situación similar en la que se hace necesario este impulso de la ciencia para reducir el aumento de la temperatura del planeta. Solo queda que la voluntad política, en un sistema demasiado centrado en el beneficio a corto plazo, no continue funcionando como un freno al gran reto que tenemos por delante. Un reto por la propia supervivencia de la especie.
Eduardo Moreno Navarro