Este calificativo de “catastrófico” utilizan los relatores de la ONU de Sanidad, Vivienda, Educación, Agua etc. para referirse a la privatización de los servicios públicos llevada a cabo durante las últimas décadas. (“El coronavirus revela los efectos catastróficos de la privatización de los servicios básicos…”, El diario, 20-10-2020). El conocimiento detallado de la situación en los distintos países concede una especial autoridad a sus manifestaciones que paso a resumir.
“Cuando se desató la pandemia, vimos hospitales desbordados, personal sanitario obligado a trabajar prácticamente sin ningún equipo de protección, residencias de ancianos convertidas en morgues. Se pedía a la población que se quedara en casa cuando muchas personas no tenían un techo decente, acceso a agua potable, instalaciones de saneamiento ni medidas de protección social…
Y es que durante muchos años se han subcontratado servicios públicos vitales a empresas privadas. A menudo esto ha tenido como resultado ineficiencia, corrupción, empeoramiento de la calidad, aumento de costes y el consecuente endeudamiento de los hogares. Esto ha provocado la marginación de las familias más pobres.
Tomemos como ejemplo el agua, un producto todavía más esencial ahora que el lavado de manos es la mejor forma de protegerse del coronavirus. Unos 4.000 millones de personas en todo el mundo sufren escasez severa de agua durante al menos un mes al año. Y la privatización de la gestión del agua es un proceso que avanza progresivamente en todos los países.
¿Y qué pasa con la tan esperada vacuna? Al darse cuenta de que no podemos confiar en las fuerzas del mercado, más de 140 líderes y expertos han pedido a los gobiernos e instituciones internacionales que los tests de la COVID-19, los tratamientos y las vacunas estén a disposición de todos, sin coste alguno. Pero la realidad es que las empresas farmacéuticas privadas de todo el mundo están compitiendo por ser los primeros en vender la vacuna y, por el sistema de patentes, a unos precios marcados por ellas mismas, sin que intervenga regulación estatal alguna.
La consigna de distanciamiento social para evitar el contagio no significa nada para los 1.600 millones de personas que habitan viviendas precarias e inadecuadas, mucho menos al 2% de la población del mundo que no tiene techo. Sin embargo, la mayoría de los gobiernos no parecen dispuestos a intervenir en el mercado de la vivienda. La conversión de la vivienda en producto financiero ha traído como consecuencia el aumento de los precios de los alquileres, de los desahucios, falta de mantenimiento de los hogares y acumulación de casas vacías para generar mayores beneficios.
Al subcontratar los bienes y servicios públicos a empresas privadas, los gobiernos solo defienden con palabrería sus obligaciones en materia de derechos humanos. Los ciudadanos nos vamos transformando en clientes de empresas privadas que se dedican a maximizar sus beneficios y no responden a los intereses públicos, sino a los de sus accionistas.
Se debe abandonar el modelo de Estado en el que los gobiernos ceden ante las empresas privadas. Es preciso que el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, dejen de imponer a otros países modelos de privatización de sus servicios públicos. La comercialización de la sanidad, la vivienda, la educación, el agua potable, el saneamiento y otros recursos y servicios básicos excluyen a la población más pobre, violando sus derechos.
Hubo un rayo de esperanza, al comienzo de la pandemia, cuando parecía que se empezaba a reconocer la importancia fundamental de los servicios públicos para el funcionamiento de la sociedad. El presidente Emmanuel Macron declaró el 12 de marzo: “la pandemia ha revelado que existen bienes y servicios que deben quedar fuera de las leyes del mercado.” Pero nada efectivo se hace para llevarlo a la práctica. Necesitamos un cambio de rumbo radical”
Eubilio Rodríguez Aguado