En Rivas se libró una de las contiendas más importantes de la Guerra Civil española: la Batalla del Jarama. En sus trincheras, cubiertos de barro, resistieron defensores de la democracia venidos de muchos países. Españoles y brigadistas internacionales tuvieron que aguantar la acometida de los aviones italianos, los cañones alemanes y el terrorífico “ulular” de las “tropas moras” antes de entrar en batalla. Y es que tenía poco de “ejército nacional” el bando de los sublevados que se rebeló contra la democracia española para instalar una dictadura fascista, ironiza David Sánchez (miembro de la asociación Jarama80). Este fue “el teatro de una internacionalización de la guerra de España que permite hablar de esta batalla como la primera de la Segunda Guerra Mundial”, según el prestigioso historiador Fernando Hernández Sánchez.
Los dos bandos se tomaron muy en serio esta batalla (que tendrá lugar entre el 6 y el 27 de febrero de 1937). Los primeros en mover ficha fueron los golpistas de Franco que, tras el fracasado intento de tomar Madrid en noviembre y diciembre de 1939, decidieron rendirla por cerco. Cinco brigadas del ejército franquista, los Regulares marroquíes, fuerzas de la Legión Cóndor nazi, cazas italianos y 700 voluntarios ultracatólicos irlandeses (los “Camisas Azules” del fascista Partido Nacional Corporativo) afilaron sus cuchillos con el objetivo de cortar una gran arteria de comunicaciones: la conexión Madrid-Valencia.
Los intentos golpistas por controlar la carretera no tuvieron éxito, pero la misma quedó a tiro (especialmente a la altura de RIvas) para la artillería. Hubo que desviar el tráfico, aunque por allí pasaron -sin incidentes- los cuadros del Museo del Prado. También el arte y la cultura huían para protegerse de la barbarie fascista.
Enfrente, el caos republicano de los primeros meses había dado paso a un Ejército Popular dotado de una mayor disciplina y un mando centralizado. Incluso ministros anarquistas se incorporan al Gobierno. “No pasarán” se vuelve un reclamo de unidad de los demócratas y de las fuerzas progresistas que salta fronteras y atrajo a las Brigadas Internacionales. Tres serán las Brigadas Internacionales implicadas, junto a ocho brigadas mixtas.
El valor de los italianos de la Brigada Garibaldi, con el experimentado Randolfo Pacciardi a la cabeza, fueron determinantes para detener la primera embestida fascista sobre el Puente de Arganda.
Ataque sorpresa en el puente de los franceses
Una coplilla popular de los primeros meses de la contienda se ríe de la derrota fascista y celebra la Defensa de Madrid: Puente de los Franceses / (…) / mamita mía nadie te pasa, nadie te pasa. / Porque los milicianos (…) mamita mía que bien te guardan. Este puente de Madrid había resistido la ofensiva.
Por contra, en el Puente de Pindoque, los brigadistas franceses (la nacionalidad más numerosa en las brigadas) no tuvieron tanta suerte. Un grupo de tiradores de Ifni, junto a zapadores y pontoneros, cogieron por sorpresa a los guardias y los apuñalaron antes de que pudieran dar la señal de alarma. Los sublevados aniquilaron a los 70 soldados restantes que dormían en las trincheras a ambos lados del puente. Ese 10 de febrero, se intentó volar el puente, con tan mala suerte que el puente se elevó en el aire y volvió a caer sobre la misma posición, dañado pero usable de pontón: los franquistas podían seguir pasando.
El sorpresivo avance dejó aislada a una colina privilegiada, donde la brigada republicana de ingleses e irlandeses esperaba recibir la munición correcta, ya que la que tenían no servía para sus viejas ametralladoras. En cambio, los Regulares marroquíes sí tenían ametralladoras con el calibre de munición adecuado. La huída no fue contemplada como opción.
Empezó un combate desigual cuya intensidad no permitía a los republicanos silenciar sus fusiles por un solo momento, hasta el punto de que empezaron a quemarles en las manos. Los ingleses e irlandeses iban cayendo. A sus 23 años, el poeta Charlie Donnelly era más hábil con la pluma que con el fusil. Encajó un disparo en el brazo y siguió luchando, parapetado contra un olivo. Las balas impactaban en los frutos del árbol: «Hasta las aceitunas están sangrando», se le oyó murmurar. El metal volvió a perforarle un costado. Otra bala voló: Donnelly calló para siempre.
Las siete horas de combate debieron de parecerles eternos siete años a los defensores de aquel promontorio. Sobrevivieron unos 125 de 400 soldados en la que desde entonces es conocida como “Colina del Suicidio”. Y, sin embargo, habían frenado el paso a los fascistas, que no pudieron llegar a Morata.
En Rivas, el monumento a Donnelly homenajea al que diera la vida por la democracia, junto a los aproximadamente 60.000 voluntarios de 54 países que pasaron por las Brigadas Internacionales. En torno a 10.000 cayeron en combate. En la Batalla del Jarama, 3.000 de ellos perjuraron por última vez en cada una de sus lenguas y vertieron su sangre, igual en todos ellos, sobre la tierra de España.
El vuelo de regreso
Para el día 14, los refuerzos republicanos habían suplido la inferioridad inicial de los defensores. El martilleo de la superior artillería nazi agujereaba las trincheras en las que resistía la democracia. Sin embargo, los aviones republicanos dominaban el horizonte. La ofensiva fascista se estaba deteniendo.
Cuenta Manu Castro, también activista de Jarama80, uno de los errores aéreos del bando fascista: la aviación estaba inicialmente al mando de los italianos de Mussolini, que tenían orden de no caer en combate para que “El Duce” no tuviera bajas que demostraran su implicación en la guerra. Obedientes, los pilotos de los cazas italianos daban media vuelta en cuánto llegaban a las líneas enemigas, mientras que los más pesados bombarderos españoles tardaban más en dar media vuelta y se encontraban -de repente- en un vulnerable lapso de tiempo sin escoltas.
Pronto, el General franquista Luis Orgaz sustituyó a los italianos por españoles más dispuestos a masacrar a los de enfrente aún a costa de su pellejo. No era la única discrepancia entre fascistas italianos y españoles: Franco ya se había opuesto a la idea (que le propuso Mussolini) de una “guerra relámpago”. El General Franco no quería una victoria que dejara enemigos tras sus líneas: prefería una conquista lenta y sistemática que permitiera “limpiar” cada pueblo de leales a la República.
El precio de la lucha
Bomba tras bomba, entre la confusión del lodazal, los fascistas aún hicieron un último intento de avanzar hacia Morata de Tajuña y Arganda durante los días 16 y 17, pero no lograron ganar terreno. El día 18 volvió a salir el sol y, con él, las tropas republicanas de las trincheras, que contraatacaron por los cerros de Cobertera y Pingarrón, así como por la zona de Vaciamadrid. Las escaramuzas continuaron el día 23, pero el día 27 ya se habían estabilizado los frentes (que durarían hasta el final de la guerra).
Era la “primera batalla moderna”, explica Manu Castro en relación al combate en campo abierto con un despliegue estratégico de infantería, artillería y tanques. El sangriento asalto inicial por oleadas de la primera acometida fascista sería una estrategia, según Fernando Hernández, más propia de la I Guerra Mundial y que caería en desuso. Las tropas franquistas habían perdido unos 7.000 efectivos, por casi 11.000 republicanos (unas 850 bajas, que otras fuentes elevan a 2.500, correspondientes a brigadistas).
Sacar la memoria del barro
En el cerro del Telégrafo y el de Morata, así como en las cárcavas de los ríos Manzanares y Jarama, se conservan fortificaciones y restos de la contienda. Abrigos precarios, arrancados a la caliza y al yeso, por combatientes aquejados por la falta de higiene y los parásitos. Todo investigador social, aunque parezca una contradicción, tiene que “avanzar hacia atrás”, en opinión de David Sánchez. Es decir, ir al pasado a buscar los elementos de construcción democrática que se han dado en nuestra historia e iluminan nuestro presente.
Las asociaciones locales, como Jarama80, han ido recuperando la Historia, conservando las trincheras y construyendo monumentos igual de precarios. Pero “nada (se hace) desde el ámbito de la administración autonómica o central”, se sorprende el historiador Fernando Hernández.
En su opinión, la Batalla del Jarama es una oportunidad para que las administraciones locales se unan al auge del “turismo de escenarios bélicos”, similar al que hay en muchos municipios cercanos a la zona del Desembarco de Normandía. También ocurre en Flandes, donde “no hay pueblo que carezca de un pequeño museo local, guías y alojamientos dirigidos a los familiares y curiosos que quieren visitar los lugares donde lucharon sus antepasados”, razona Hernández. “La mayor parte contribuye, además, a contextualizar el conflicto y formar conciencia cívica”, añade.
La memoria de esta batalla sigue muy viva en las asociaciones de familiares de brigadistas de Reino Unido e Irlanda. También la Brigada Lincoln cuenta con gran reconocimiento en Estados Unidos. “La memoria colectiva española fue laminada por la represión y la dictadura posteriores”, explica Hernández. Canciones como “Jarama Valley” o la novela “La consagración de la primavera” del escritor cubano Alejo Carpentier son pequeños hilos rojos de memoria que han pervivido en el tiempo, junto a la correspondencia y las memorias de los propios brigadistas. En “Por quién doblan las campanas” de Hemingway, recuerda Manu Castro, se describe un puente sospechosamente idéntico al Puente de la Paz de Arganda.
Por su parte, frente a la novela histórica, David Sánchez prefiere el género del ensayo, en el que una cuidada bibliografía le da garantías de rigor histórico. “Indispensable consultar las obras clásicas de Gabriel Jackson y Ángel Viñas”, recomienda el Fernando Hernández sobre la República en guerra. Sobre esta batalla en concreto, recomienda una obra publicada por Luis Díez en 2005 y “las publicaciones del Grupo de Estudios del Frente de Madrid (GEFREMA)”, añade.
El fin de los finales felices
El investigador David Becerra indagó en la lúcida intuición de David Sánchez y escribió “La Guerra Civil como moda literaria”, un documentado ensayo muy crítico con la visión de la Guerra Civil que nos ha llegado por la literatura, moldeando nuestras creencias.
“En las novelas que analicé operaba el inconsciente político de la Transición que generaba textos siempre cerrados”, nos cuenta Becerra. Esto significa que, en la literatura, la Transición se presentaba siempre como el final (feliz) de un periodo de guerra y dictadura, sin cuestionar el relato hegemónico o la ausencia de políticas de memoria histórica que hubo durante décadas.
“La sociedad española ya podía respirar tranquila y mirar hacia el futuro”, resume David Becerra. Un mensaje que pretendía borrar la conflictividad social y la realidad de la democracia española, que Becerra califica de “preñada de franquismo”. Como él, David Pérez considera que -aunque hubo avances enormes- en cierta medida supuso una continuidad con el régimen anterior.
Sin embargo, el ejemplo de la película “El maestro que prometió el mar” le sirve a Becerra para defender que “algo está cambiando”. En dicha obra, “no hay un cierre que resuelva simbólicamente el conflicto”, ya que los desaparecidos de la guerra siguen desaparecidos al final. Empezamos a intuir que, en la Transición, no todo el mundo comía perdices.
Además, en las novelas era habitual que los personajes fueran descritos como víctimas pasivas. “Sufrían las consecuencias de la guerra sin merecerlo, porque simplemente pasaban por allí”, explica David Becerra. Esa ausencia de explicaciones políticas contribuye a la desmemoria, en opinión del investigador. “En esta otra película ya no se presenta al represaliado como víctima, como objeto de compasión, sino como sujeto político”, añade.
Por tanto, la última década de movilización social en España estaría teniendo un impacto en la literatura, consistente en relatos más problematizadores y críticos.
Los cuentos que nos contamos, a la derecha
Sin embargo, los avances en la ficción conviven con una amenaza a la recuperación de la memoria histórica: gobiernos de coalición entre el PP y Vox como el de Castilla y León están derogando estas leyes para imponer “leyes de la concordia”, buscando una falsa equiparación entre víctimas que -en opinión de Hernández- es una vuelta al relato tardofranquista de “pelea entre hermanos”.
“El repliegue del marco legislativo es la muestra evidente de que nunca debemos dar por consolidados los avances”, explica este historiador. Él es optimista sobre los trabajos académicos y de investigación, que son ampliados por nuevas generaciones de investigadores. No obstante, quedaría mucho por hacer “en la trasposición de los avances historiográficos al ámbito escolar y al debate público”, afirma.
¿Orgullo de la Guerra Civil?
Y, si es grave que la derecha no asuma suficientemente su responsabilidad democrática sobre la recuperación de la memoria histórica, podemos también preguntarnos por las consecuencias positivas y negativas de que ésta se convierta en un patrimonio e identidad de la izquierda. Algunas posibles respuestas, las encontramos con el historiador Pablo Batalla. En primer lugar, rechaza el discurso del final de la dictadura y de la Transición de que “España es un país cainita, guerracivilista, nos matamos entre hermanos, todos fuimos culpables”, enumera Batalla como clichés.
Sin tapujos, Pablo Batalla sostiene que “la guerra civil es motivo de orgullo, porque aquí se resistió durante tres años a aquello a lo que otros países se entregaron mansamente”. Países como Alemania o Italia se pasaron al fascismo o “la propia Francia no resistió más que unos meses a la invasión nazi”, recuerda el historiador. En referencia a las brigadas internacionales, defiende que “España fue el corazón antifascista del mundo” y recuerda un trabajo que hizo sobre los desconocidos brigadistas chipriotas. Desde hace poco, sabemos que hubo también brigadistas chinos.
Irlandeses contra irlandeses, alemanes contra alemanes…en ambos bandos no lucharon únicamente españoles contra españoles. Es decir, cuajó en ambos bandos “la idea de que aquí se estaba librando algo que no era solo español, sino que era mundial”, explica Batalla.
“Hace un par de años, en Rusia, cerraron un canal de televisión disidente con Putin”, relata Pablo Batalla. Cuenta como, en el último programa, gritaban “¡No pasarán!” (en español). Él considera que la universalidad que ha adquirido el lema “No pasarán” es un “orgullo de la españolidad”, porque estaríamos aportando algo en español a una memoria antifascista universal.
Sin embargo, advierte del riesgo de perder esa memoria: “La gente que vivió aquellos años va muriendo, va desapareciendo y eso se va convirtiendo en historia remota, igualada a la historia remota en general, a una historia sobre la que nos puede gustar leer, pero que ya no nos interpela emocionalmente”, explica.
Aún hoy, fuera de España, la mayoría de ultraderechas son capaces de “no tanto como reivindicarse herederas de la victoria antifascista del 45, como de no combatirla, de presentarse como dentro del consenso”, sostiene. Pasa a ser una memoria nacional que se puede usar para una cosa y para la contraria, “como la Revolución Francesa en Francia, que te la reivindica desde Mélenchon hasta Marine Le Pen”, dice Pablo Batalla.
Los cuentos que nos contamos, a la izquierda
Sin embargo, la memoria histórica también puede jugar contra la izquierda. Batalla recuerda que “en la Transición se penalizó muy severamente a cualquiera que recordase demasiado a la guerra civil”. Considera, citando una conversación entre Alfonso Guerra y Gerardo Iglesias, que candidatos como Santiago Carrillo o la Pasionaria fueron determinantes para el auge del “joven” PSOE en las primeras elecciones. “Tiene que ver con que el trauma de la guerra subsistió mucho después”, concluye.
También alerta Batalla de que, a la izquierda del PSOE, ocurre a veces que los perfiles más proclives a llegar a acuerdos subalternos al PSOE son “los que con más ahínco y más fervor ondean el simbolismo republicano, banderas tricolor y banderas cubanas”, en lo que califica como un “mecanismo de compensación evidente” en el que el folclore del pasado taparía las claudicaciones del presente.
Por otro lado, advierte contra una memoria republicana de “derrota, dolor, martirio y llantina”. Le preocupa la fina línea que separa “recordar a nuestros mártires” y un trasfondo cristiano de culto al martirio. Batalla llama a cultivar también “una memoria alegre, una memoria proyectada no solo hacia un pasado doloroso, sino a un futuro de optimismo: recordar los momentos en los que triunfamos”. Parafrasea un discurso de Anguita, cuando se refiere a que “recordemos la Segunda República, pero imaginémonos la Tercera y que ese recuerdo no sea un preservar las cenizas, sino un mantener encendida la llama”.
Memoria partida: pasado y futuro
En las ruinas de la batalla, podemos encontrar restos de armamento con el que seguir disparando, en la ficción de que aún siguieran los mismos bandos. “Hay dos Españas, como hay dos Francias, hay dos Italias, hay dos Alemanias…cualquier país son dos”, sostiene Pablo Batalla remarcando que lo normal en la edad contemporánea es vivir en sociedades atravesadas por conflictos sociales y con diferentes fuerzas políticas en pugna.
“Yo creo que la ciudadanía vive la polarización política, no necesariamente como un mantenimiento de las dos Españas, sino como un “en todos los países están pegándose y aquí también”, como los trumpistas y anti-trumpistas en EEUU”, reafirma.
O, tal vez, al convertir las trincheras en un museo…las releguemos a un pasado por fin compartido, reencontrados en una memoria que honra el pasado de los que lucharon por la democracia, porque honra el futuro de los avances que quedan por lograr.