En la historia de la antigua Roma los relatos suelen centrar su atención en los dorados siglos de la República o del inicio del Imperio y su gran expansión territorial. A partir de ahí, ya fuera de los focos de la épica, la Roma del Siglo III en adelante adquiere un nuevo interés histórico, quizá menos llamativo para las novelas históricas, (aunque tampoco esté falto de batallas y conspiraciones), pero apasionante por la complejidad y las claves que pondrá sobre la mesa para entender el paulatino viaje del Imperio Mediterráneo hacia la Edad Media. Una auténtica transformación de un mundo mucho más interconectado que en tiempos pretéritos que esconde multitud de claves para entender nuestro presente, y quizá nuestro futuro más cercano.
En este viaje hacia el cambio en Europa, la tercera centuria de nuestra era actuará como rampa de salida, destacando una serie de hechos sociales y económicos que conocemos como la Crisis del Siglo III y en la que destacó un aspecto que puede que nos suene muy actual: la hiperinflación.
Roma ha logrado una expansión enorme. En este tercer siglo vemos un territorio que abraza el Mare Nostrum desde la península Ibérica hasta las fronteras del Imperio Persa, su gran competidor y enemigo en el este; y desde las Islas Británicas hasta Egipto. En un mundo en el que moverse a grandes distancias suponía lapsos de tiempo 20 veces más largos que ahora para un mismo recorrido, podemos imaginar la inmensidad y la complejidad que empezó a generar tal extensión.
El choque con Persia y con los pueblos del otro lado de las limes en el Danubio o el Rin supondrá que Roma tenga que mantener una ingente cantidad de recursos para sus ejércitos, hasta el punto en que la suma de complejidad de gestión y choques militares obligaría a los gobernantes romanos a dividir el Imperio para aspectos administrativos en dos partes. La occidental mantendría el centro en la capital itálica, pero la riqueza del territorio empezaría a bascular poco a poco hacia la periferia en el centro del continente. Roma, de hecho, poco a poco se convertirá en una ciudad decadente y con poco interés económico, fuera de las nuevas rutas comerciales, con emperadores y césares ausentes de forma continua por sus obligaciones militares en el Danubio, las Galias y Oriente. Ante esta situación el Imperio se verá sumido en una crisis económica sin precedentes.
Además, a la insaciable maquinaria de guerra se sumará una fuerte inestabilidad política. Muchos poderes luchaban y conspiraban por hacerse con la púrpura en uno u otro territorio ante los vacíos que dejaban los emperadores. Ya no solo se luchaba contra los llamados bárbaros del otro lado de la frontera que pugnaban por recuperar territorios o saquear la riqueza imperial, sino que un buen puñado de traidores al poder supuestamente legítimo llegaron a desgajar el Imperio en trozos en algunos momentos, como sucedió en Palmira o en la Galia en aquellos años. Recuperar los fragmentos del Imperio y asegurarse la fidelidad de las tropas hizo aumentar aún más el gasto, incluido el dedicado a las soldadas, ya que cada vez era menos posible pagar a los guerreros con nuevas tierras conquistadas para explotar, como ocurría en el pasado.
Una de las medidas que se empezó a tomar en aquel siglo para afrontar estos pagos, además de la subida de impuestos a los terratenientes, fue la de reducir el valor de la moneda. En el Siglo III no existían los mecanismos económicos actuales desde el papel moneda hasta las operaciones virtuales. La forma de devaluar la moneda era tan simple y directa como reducir la cantidad de metales preciosos, como oro o plata, que contenían. Los denarios poco a poco se fueron quedando sin apenas material de valía y el comercio comenzó a resentirse por la pérdida de interés que supuso hacer intercambios en esta situación.
Los grandes terratenientes comenzaron a utilizar los metales preciosos como valor refugio y, en general, como suele suceder también hoy día, apenas sufrieron la crisis a pesar de las subidas impositivas. Cuando se tiene poder es más sencillo encontrar vías para compensar las pérdidas. Pero el pueblo llano, también como siempre, empezó a vivir la consecuencia de la pérdida de valor de su moneda: los precios se dispararon de forma desorbitada provocando una situación insostenible para la mayoría. El hambre se apoderó de los habitantes pobres de las ciudades obligándoles a huir al campo e incluso las epidemias encontraron su lugar entre los más desfavorecidos. En este éxodo encontramos además una de las primeras claves que nos llevarán con el tiempo a la sociedad medieval, con grandes masas de población expulsadas de las ciudades que habían perdido su importancia como polos económicos y buscando el alimento y la protección de terratenientes rurales: los futuros señores feudales.
Será con Diocleciano cuando se tomen medidas para dar un giro a esta situación, frenando la devaluación de la moneda e incluso imponiendo límites a los precios en algunos casos. Con este emperador y los que le sucedieron en los albores del Siglo IV se puso fin a esta crisis histórica, devolviendo parte del poderío económico a Roma, aunque cada vez más lejos del centro imperial. Pero es que además muchos de los elementos que provocaron esta situación siguieron operando, sobre todo más allá de las fronteras con la presión de confederaciones extranjeras cada vez más fuertes que exigían su papel en la enorme economía creada por Roma, presionando poco a poco al Imperio hasta su separación definitiva en dos partes primero, y hasta la caída del Imperio Occidental siglo y medio después.
Entender esta crisis del tercer siglo romano y el posterior Bajo Imperio es entender el paulatino proceso que nos llevó en Europa de la Edad Antigua a la Edad Media. Una transformación económica, social, religiosa y cultural que va mucho más allá de batallas o conspiraciones de poder. Una transformación que vuelve a demostrar, como vemos habitualmente en esta sección, que hoy, aunque en otro Imperio también decadente, seguimos siendo romanos.
Texto: Eduardo Moreno Navarro
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