El redactor de El Salto presentará el libro ‘El Estado feroz’ el próximo 23 de enero en la Casa de Asociaciones de Rivas
“La España feliz no resistió a la crisis global”. Esta es la contundente frase con la que comienza el relato de ‘El Estado Feroz’ (Verso, 2024), el nuevo libro (y primero en solitario) del periodista Pablo Elorduy, redactor y cofundador del diario El Salto. Aunque se licenció en Historia del Arte, lleva desde 2008 diseccionando la actualidad y se ha convertido en un cronista político al que muchos leen, no solo por su lucidez, sino también por ser una voz independiente dentro del ‘establishment’ mediático.
Aunque en su libro relata cómo ha operado el llamado “Estado profundo” en la historia reciente de nuestro país, desde el principio deja de manifiesto algo más crudo sobre ese “Estado feroz”: para laminar alternativas políticas, no han hecho falta conspiraciones, ni operaciones secretas, ni la existencia de un “Estado paralelo”. Han bastado algunos políticos, empresarios, jueces y periodistas que han actuado a plena luz del día en la represión del 1 de octubre catalán, en las investigaciones judiciales abiertas (y archivadas) a Podemos o en los editoriales de los grandes medios de comunicación.
El próximo 23 de enero a las 19 h., Pablo Elorduy presentará su libro en el Salón de actos de la Casa de Asociaciones de Rivas (Avenida Armando Rodríguez s/n), de la mano del Ateneo Republicano de Rivas. Habrá un coloquio con el autor, preguntas del público y unos minutos para la firma de libros.
¿Qué sucedió para que en la Transición lograra pervivir ese Estado profundo?
Estamos hablando de los años 70 y de una concatenación de circunstancias que se dan en todo el mundo, al menos en el mundo occidental, que configuran un modelo social, político y económico que llega al menos hasta el final de la URSS y, en cierta medida hasta hoy. Para concretar, en el caso del reino de España que, pese a que no tuvo rey durante los 39 años de Franquismo funcionó como Reino, debemos tener en cuenta esas circunstancias internacionales. Estados Unidos apostó inequívocamente por un modelo de democracia que privilegiase a dos partidos y que tuviera un Tribunal Constitucional que estableciera cortapisas hasta el punto de poder funcionar como “freno de emergencia”, como hemos visto recientemente con un hecho sin precedentes como la paralización de una votación en el Senado.

Ese modelo pretendía dejar fuera de juego al comunismo y tampoco se adaptaba bien a los anhelos soberanistas o federales de otros pueblos y sensibilidades. De este modo, se establecieron unas reglas del juego determinadas que, tanto los sectores llamados aperturistas del régimen franquista como gran parte de las fuerzas opositores, acogieron en algunos casos como “mal menor” para después hacerse fervorosos militantes de aquella idea de la Transición exitosa sin derramamiento de sangre. Sabemos, no obstante, que sí se derramó sangre y que se mantuvo la amenaza militar durante mucho tiempo —al menos hasta el 23 de febrero de 1981— como forma de contrarrestar la potencia de la transformación. Hace poco, entrevisté a Raquel Varela, especialista en la Revolución de los Claveles portuguesa, que me explicó cómo uno de los objetivos de EE UU era impedir un movimiento similar al portugués en España. Con esto no quiero decir que todo fuera absolutamente teledirigido, pero sí que, aunque quienes han escrito la historia subrayan el papel de determinados políticos o del jefe de Estado de aquella época, España nunca ha sido una isla y la Transición fue producto de su época. También en cuanto a la escasa penetración que tuvo la democracia en determinados estamentos.
¿Alguna vez hubo intención real de que desapareciera ese estado profundo franquista?
A lo largo de estas cuatro décadas ha habido distintos intentos de extender la democracia hacia aquellas partes del Estado que, en todo espacio y tiempo, vigilan aquello que se llama la “razón de Estado”. El último intento parece ser la propuesta del Plan de Acción por la Democracia anunciado por el Gobierno tras los cinco días de reflexión que Pedro Sánchez se tomó para pensar sobre la “máquina del fango”. Antes, podemos hablar de los procesos para desactivar la guerra sucia en el Ministerio de Interior.
En todo caso, una muestra de la insuficiencia de estas medidas es que la Ley de Secretos Oficiales de 1968 sigue viva. Esta establece que nunca se darán a conocer determinados detalles de la actividad de ese Estado que opera entre bambalinas, lo que no es otra cosa que una garantía de impunidad: si alguien que tiene que tomar una decisión ilegal o ilegítima tiene la salvaguarda de que nunca se conocerá su responsabilidad, es más fácil que se salte esas garantías. Creo que las intenciones existen y soy consciente de que hay muchas personas que trabajan para esos ministerios o instituciones que abogan firmemente por la democratización y transparencia de las mismas, pero los distintos gobiernos han preferido no abrir esos debates para no enemistarse con estamentos poderosos como son los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado o los grandes halcones militares a medio camino entre los Ejércitos y la industria armamentística. En mi opinión, es un deber de la ciudadanía informada reclamar mayor transparencia y democracia para hacer que los Gobiernos no tengan más opción que llevar a cabo una verdadera acción en ese sentido.
¿Qué precedentes hay de esa acción represiva contra las fuerzas de izquierda o los nacionalismos?
Estamos hablando de prácticas muy arraigadas en la historia reciente, y no tan reciente, del reino de España. En los últimos años hemos visto cómo se ponían en marcha operaciones como las que trataron de desacreditar a los líderes del Procés en Catalunya o contra Podemos. Estas prácticas siguen un libreto que se basa en la persecución del enemigo interno como son los separatistas, por usar sus palabras, o los comunistas. En el caso del independentismo, el precedente más claro es la guerra sucia, el terrorismo de Estado, encarnado en el Batallón Vasco Español y grupos similares, así como los Grupos Autónomos de Liberación (GAL). Este precedente se basó también en una ideología que, a través del periodismo, justificaba esas acciones ilegales bajo la premisa de que cualquier acción tomada contra el terrorismo de ETA, aunque afectase a personas y grupos sin relaciones orgánicas con aquella banda, era legítima porque se trataba de prevenir un mal mayor.
¿Qué hizo “despertar” ese estado profundo?¿Qué provocó que se hiciera “más visible” a ojos de los ciudadanos?
Lo que sostengo en ‘El estado feroz’ es que esa reacción se debe a la crisis económica que estalla en 2008 y al crecimiento de lo inesperado. Esos hechos inesperados son una serie de movimientos de demanda de soberanía como el 15M, el independentismo –que te puede parecer mejor o peor, pero que promete mayor capacidad de decisión a un pueblo– o, de otra manera, el feminismo. Esos poderes interpretan que esas demandas de mayor intervención política son una amenaza contra el statu quo y reaccionan, probablemente de manera exagerada, sobreestimando el peligro. Hablamos de decisiones de distintos tipos. Solo un puñado de ellas, como las que toma la llamada “policía patriótica” entra de lleno en la ilegalidad, pero también, como en el resto de los países de nuestro entorno, se toman medidas desde la pura legalidad. Por ejemplo, la promulgación de la Ley Mordaza como forma de atajar las protestas ciudadanas por la vía de las multas y la amenaza de las mismas; o la reforma del Código Penal de 2015 que endurece los tipos penales asociados a la protesta ciudadana.
En este tiempo, además hemos visto sentencias judiciales muy duras: no hace falta irse a la sentencia del Procés, valen muchas dirigidas contra sindicalistas y trabajadores que han participado en piquetes. Creo que en ese momento se lanza un mensaje a la ciudadanía: no se tolera esa demanda de soberanía y toma de decisiones y, para evitarla, se toman medidas de “mano dura”. Es algo que estamos viendo en los países de nuestro entorno y tiene que ver con la incapacidad de los Estados para cumplir con una demanda de redistribución de la riqueza. Cuando hay menos Estado digamos social, o de bienestar, crece el Estado represivo o de coerción.
¿Cómo intenta ese estado feroz cerrar la crisis de legitimidad del sistema que se abre con el 15M?
Pienso que no solo lo intenta, si no que lo consigue. No hay más que ver cómo ha cambiado la sociedad en este tiempo. En 2011 se pedía un proceso constituyente. Se trataba de ensanchar la democracia. Hoy estamos en un movimiento contrario, en el que más y más gente se ve seducida por las narrativas imbéciles de la extrema derecha acerca de la recentralización del Estado o de la necesidad de líderes fuertes.
Esto se produce primero a través de la represión y después mediante el nacimiento de una nueva cultura con la que se criminaliza a cada vez más capas de la población. Porque ya no hablamos únicamente del independentismo o los partidos postcomunistas sino también de la población más pobre. En los últimos años, de hecho, vemos cómo la brújula de la extrema derecha española ha ido dejando de orientarse hacia los independentistas para volcarse en la persecución de la población migrante. Pasamos pues de ese momento de apertura e imaginación, inesperado, a la reacción de un sistema que se siente amenazado. Finalmente, llegamos al momento actual en el que ese excedente de represión y de mano dura ha dado lugar al nacimiento o resurgimiento de una extrema derecha que tiene influencia de las tendencias internacionales, especialmente del trumpismo, pero que tiene también características propias.
¿Crees que han logrado, en 2024, cerrar esa crisis de legitimidad?
No, no se ha cerrado, aunque la demanda de transformación esté hoy en un momento de repliegue. La crisis política se cerró, solo en parte, con la abdicación de Juan Carlos I en 2014 y con la sustitución de una generación política por otra, pero las causas del malestar siguen vigentes.
Hay que recordar que, en buena medida, el 15M era una movilización en la que tenía peso específico la cuestión de la vivienda —las Plataformas de Afectados por la Hipoteca cobraron una importancia sustancial en esos años— y hoy vemos cómo ese problema no está ni mucho menos resuelto. Sin embargo, es un hecho que en este momento las demandas son de mínimos, en parte porque gobierna la izquierda y entiendo que no hay ganas, o fuerzas, para presionar al Gobierno de coalición para “no hacerle el juego a la derecha”. Es discutible que esa anomia sea positiva o que sirva para frenar a la extrema derecha, en cualquier caso, las medidas tomadas para frenar esa reacción de los sectores más recalcitrantes del Estado, como esos jueces-soldado echados al monte, han sido más bien tímidas.
El Gobierno de coalición, donde han entrado partidos críticos con el régimen del 78, ¿ha logrado cambiar en algo las prácticas del Estado Feroz?
Lo que hemos visto es una pugna en la que uno de los principales contendientes, el PSOE, ha pretendido, y pretende, ser visto como un elemento neutral, de estabilización, incluso cuando, como estamos viendo en estos momentos, el presidente del Gobierno está siendo señalado por esos poderes feroces y es el principal afectado de lo que tiene visos de ser una investigación judicial prospectiva, “a ver qué encuentro”, que no está permitida en nuestro ordenamiento jurídico.
Creo que los partidos del cambio vivieron primero con cierta perplejidad y bisoñez la capacidad de esas instituciones y tendencias dentro del Estado para torpedear sus intentos de transformar las cosas. No hablamos solo de Podemos, también de las alianzas municipalistas “del cambio” que fueron borradas de un plumazo casi sin excepción a golpe de titulares de prensa, procesos judiciales kafkianos y presión de las fuerzas que están acostumbradas a mandar en las ciudades. Es más, creo que en algunos casos esos partidos o personas fueron más cambiadas por el Estado feroz de lo que lograron cambiarlo. Me gustaría que este libro, de alguna manera, pueda servir a las próximas experiencias por venir a identificar más rápidamente estas tendencias feroces para que en el futuro se puedan contrarrestar de manera más efectiva.
¿Cuánto cuesta sacar cada día un proyecto de comunicación alternativo como El Salto en este contexto?
Uno de los últimos capítulos del libro trata sobre los medios de comunicación y acerca de cómo gobiernos como el de la Comunidad de Madrid ha regado de dinero a distintos portales para difundir su propia agenda partidista. Hablamos de miles de euros del presupuesto público que va a medios que difunden ‘fake news’ o desinformación, que descontextualizan y no aportan nada al periodismo. En ese sentido, El Salto como medio de comunicación tiene que pelear por su supervivencia mediante las suscripciones individuales de miles de personas, y no tiene garantizada una cuota equitativa del reparto de la publicidad institucional porque no sigue los intereses de quienes tienen el poder. De alguna manera es gratificante sobrevivir a pesar de que las reglas estén amañadas, lo que no quita cierta desesperación porque no podemos desarrollar el proyecto al máximo por esas mismas reglas.
En todo caso, creo que la pregunta debe hacerse a la sociedad: ¿estamos dispuestos a que el periodismo sea cada vez más una correa de transmisión de determinados poderes o de una cierta ideología? ¿Cómo podemos luchar para que no sea así? Durante mucho tiempo, la propaganda del sistema nos ha dicho que sobreviven los mejores medios, pero hoy sabemos que no es así. Por lo tanto, es necesario que dentro de nuestras demandas de cambio incluyamos al periodismo: la forma en la que se financia y la transparencia bajo la que funciona.