Mientras paseo, pienso que probablemente no sea el verano la estación del año más propicia para reflexionar sobre el atardecer de la vida y de la naturaleza. Más adecuado sería hacerlo sobre el ocio regenerador y reconfortante, sobre la necesidad y la belleza de disfrutar de todo aquello que esté a nuestro alcance…
Pero todo es compatible. A lo largo de mi vida he mantenido –como casi todo el mundo- una dura batalla conmigo mismo entre el dolor y la alegría, el decaimiento y la esperanza, el egocentrismo y la dedicación a los demás y a las tareas diversas de la vida. Han prevalecido en mí con frecuencia los aspectos sombríos, pero creo que ello sin merma de la autenticidad de los luminosos y positivos. Acaso esta tensión dialéctica provoque una actitud vital de templada melancolía que suavice las aristas, atenúe los contrastes, modere las brumas y grietas que nos envuelven. A la sombra de ellas nacen los colores matizados, las músicas calladas, los tonos suaves, los elocuentes silencios. Existe la tristeza de las despedidas, pero también la alegría de los reencuentros.
A la decadencia de la edad suelen aplicarse las imágenes y los símbolos del otoño y del invierno. Resulta fácil en ambos casos derivar hacia el tópico, exagerando o dramatizando en exceso las situaciones, dentro de una cierta gradualidad según los años. Pero hay que reconocer con sano realismo que el declive de la edad se impone con dureza y hasta con tiranía: la decadencia de la sensibilidad, de los sentidos, de los sentimientos y emociones, de la movilidad, del conocimiento y el raciocinio, de la palabra, del interés por la vida… Y todo ello con la conciencia lúcida que en mayor o menor medida suele acompañarnos
Aunque también es cierto que los últimos –o penúltimos- años de la vida pueden ser un espacio para la ternura y el sosiego, un tiempo para la recapitulación tonificante de lo antes vivido. Conozco personas de mucha edad que transmiten sabiduría, la misma que han atesorado como fruto de la reflexión sobre su aventura personal. Esas personas conservan también restos saludables de audacia y de coraje, de humor y de penetrante ironía, de aprendizaje vivo, de silencios elocuentes. Y forman un conjunto sabroso de elementos que otorgan sentido y belleza a la vida.
Todos esos elementos caben en la imagen global del atardecer, en el símbolo hermoso de una puesta de sol que nos asombra y nos arropa, envolviendo y embelleciendo nuestra fragilidad, esa debilidad creciente que los años traen consigo. Mientras paseo al atardecer pienso en todo ello y siento que es posible y necesario abrazar una vejez a la altura de nuestro corazón.
Santiago S. Torrado